Edgar Allan Poe, La carta robada

La carta robada

«Nil sapientiae odiosius acumine nimio». Séneca
Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»
-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta dónde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?
-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.
-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.
»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.
-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.
»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.
»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.
»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.
»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.
»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»
-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:
...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.
»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»
Edgar Allan Poe, La carta robada (The purloined letter, 1854)

Edgar Allan Poe

The purloined letter
"Nil sapientiae odiosius acumine nimio". Seneca.
At Paris, just after dark one gusty evening in the autumn of 18--, I was enjoying the twofold luxury of meditation and a meerschaum, in company with my friend C. Auguste Dupin, in his little back library, or book-closet, au troisieme, No. 33, Rue Dunot, Faubourg St. Germain. For one hour at least we had maintained a profound silence; while each, to any casual observer, might have seemed intently and exclusively occupied with the curling eddies of smoke that oppressed the atmosphere of the chamber. For myself, however, I was mentally discussing certain topics which had formed matter for conversation between us at an earlier period of the evening; I mean the affair of the Rue Morgue, and the mystery attending the murder of Marie Roget. I looked upon it, therefore, as something of a coincidence, when the door of our apartment was thrown open and admitted our old acquaintance, Monsieur G--, the Prefect of the Parisian police.
We gave him a hearty welcome; for there was nearly half as much of the entertaining as of the contemptible about the man, and we had not seen him for several years. We had been sitting in the dark, and Dupin now arose for the purpose of lighting a lamp, but sat down again, without doing so, upon G.'s saying that he had called to consult us, or rather to ask the opinion of my friend, about some official business which had occasioned a great deal of trouble.
"If it is any point requiring reflection," observed Dupin, as he forbore to enkindle the wick, "we shall examine it to better purpose in the dark."
"That is another of your odd notions," said the Prefect, who had a fashion of calling every thing "odd" that was beyond his comprehension, and thus lived amid an absolute legion of "oddities."
"Very true," said Dupin, as he supplied his visitor with a pipe, and rolled towards him a comfortable chair.
"And what is the difficulty now?" I asked. "Nothing more in the assassination way, I hope?"
"Oh no; nothing of that nature. The fact is, the business is very simple indeed, and I make no doubt that we can manage it sufficiently well ourselves; but then I thought Dupin would like to hear the details of it, because it is so excessively odd."
"Simple and odd," said Dupin.
"Why, yes; and not exactly that, either. The fact is, we have all been a good deal puzzled because the affair is so simple, and yet baffles us altogether."
"Perhaps it is the very simplicity of the thing which puts you at fault," said my friend.
"What nonsense you do talk!" replied the Prefect, laughing heartily.
"Perhaps the mystery is a little too plain," said Dupin.
"Oh, good heavens! who ever heard of such an idea?"
"A little too self-evident."
"Ha! ha! ha! --ha! ha! ha! --ho! ho! ho!" --roared our visitor, profoundly amused, "oh, Dupin, you will be the death of me yet!"
"And what, after all, is the matter on hand?" I asked.
"Why, I will tell you," replied the Prefect, as he gave a long, steady, and contemplative puff, and settled himself in his chair. "I will tell you in a few words; but, before I begin, let me caution you that this is an affair demanding the greatest secrecy, and that I should most probably lose the position I now hold, were it known that I confided it to any one.
"Proceed," said I.
"Or not," said Dupin.
"Well, then; I have received personal information, from a very high quarter, that a certain document of the last importance, has been purloined from the royal apartments. The individual who purloined it is known; this beyond a doubt; he was seen to take it. It is known, also, that it still remains in his possession."
"How is this known?" asked Dupin.
"It is clearly inferred," replied the Prefect, "from the nature of the document, and from the nonappearance of certain results which would at once arise from its passing out of the robber's possession; --that is to say, from his employing it as he must design in the end to employ it."
"Be a little more explicit," I said.
"Well, I may venture so far as to say that the paper gives its holder a certain power in a certain quarter where such power is immensely valuable." The Prefect was fond of the cant of diplomacy.
"Still I do not quite understand," said Dupin.
"No? Well; the disclosure of the document to a third person, who shall be nameless, would bring in question the honor of a personage of most exalted station; and this fact gives the holder of the document an ascendancy over the illustrious personage whose honor and peace are so jeopardized."
"But this ascendancy," I interposed, "would depend upon the robber's knowledge of the loser's knowledge of the robber. Who would dare--"
"The thief," said G., is the Minister D--, who dares all things, those unbecoming as well as those becoming a man. The method of the theft was not less ingenious than bold. The document in question --a letter, to be frank --had been received by the personage robbed while alone in the royal boudoir. During its perusal she was suddenly interrupted by the entrance of the other exalted personage from whom especially it was her wish to conceal it. After a hurried and vain endeavor to thrust it in a drawer, she was forced to place it, open as it was, upon a table. The address, however, was uppermost, and, the contents thus unexposed, the letter escaped notice. At this juncture enters the Minister D--. His lynx eye immediately perceives the paper, recognises the handwriting of the address, observes the confusion of the personage addressed, and fathoms her secret. After some business transactions, hurried through in his ordinary manner, he produces a letter somewhat similar to the one in question, opens it, pretends to read it, and then places it in close juxtaposition to the other. Again he converses, for some fifteen minutes, upon the public affairs. At length, in taking leave, he takes also from the table the letter to which he had no claim. Its rightful owner saw, but, of course, dared not call attention to the act, in the presence of the third personage who stood at her elbow. The minister decamped; leaving his own letter --one of no importance --upon the table."
"Here, then," said Dupin to me, "you have precisely what you demand to make the ascendancy complete --the robber's knowledge of the loser's knowledge of the robber."
"Yes," replied the Prefect; "and the power thus attained has, for some months past, been wielded, for political purposes, to a very dangerous extent. The personage robbed is more thoroughly convinced, every day, of the necessity of reclaiming her letter. But this, of course, cannot be done openly. In fine, driven to despair, she has committed the matter to me."
"Than whom," said Dupin, amid a perfect whirlwind of smoke, "no more sagacious agent could, I suppose, be desired, or even imagined."
"You flatter me," replied the Prefect; "but it is possible that some such opinion may have been entertained."
"It is clear," said I, "as you observe, that the letter is still in possession of the minister; since it is this possession, and not any employment of the letter, which bestows the power. With the employment the power departs."
"True," said G. "and upon this conviction I proceeded. My first care was to make thorough search of the minister's hotel; and here my chief embarrassment lay in the necessity of searching without his knowledge. Beyond all things, I have been warned of the danger which would result from giving him reason to suspect our design."
"But," said I, "you are quite au fait in these investigations. The Parisian police have done this thing often before."
"Oh yes; and for this reason I did not despair. The habits of the minister gave me, too, a great advantage. He is frequently absent from home all night. His servants are by no means numerous. They sleep at a distance from their master's apartment, and, being chiefly Neapolitans, are readily made drunk. I have keys, as you know, with which I can open any chamber or cabinet in Paris. For three months a night has not passed, during the greater part of which I have not been engaged, personally, in ransacking the D-- Hotel. My honor is interested, and, to mention a great secret, the reward is enormous. So I did not abandon the search until I had become fully satisfied that the thief is a more astute man than myself. I fancy that I have investigated every nook and corner of the premises in which it is possible that the paper can be concealed."
"But is it not possible," I suggested, "that although the letter may be in possession of the minister, as it unquestionably is, he may have concealed it elsewhere than upon his own premises?"
"This is barely possible," said Dupin. "The present peculiar condition of affairs at court, and especially of those intrigues in which D-- is known to be involved, would render the instant availability of the document --its susceptibility of being produced at a moment's notice --a point of nearly equal importance with its possession."
"Its susceptibility of being produced?" said I.
"That is to say, of being destroyed," said Dupin.
"True," I observed; "the paper is clearly then upon the premises. As for its being upon the person of the minister, we may consider that as out of the question."
"Entirely," said the Prefect. "He has been twice waylaid, as if by footpads, and his person rigorously searched under my own inspection.
"You might have spared yourself this trouble," said Dupin. "D--, I presume, is not altogether a fool, and, if not, must have anticipated these waylayings, as a matter of course."
"Not altogether a fool," said G., "but then he's a poet, which I take to be only one remove from a fool."
"True," said Dupin, after a long and thoughtful whiff from his meerschaum, "although I have been guilty of certain doggerel myself."
"Suppose you detail," said I, "the particulars of your search."
"Why the fact is, we took our time, and we searched every where. I have had long experience in these affairs. I took the entire building, room by room; devoting the nights of a whole week to each. We examined, first, the furniture of each apartment. We opened every possible drawer; and I presume you know that, to a properly trained police agent, such a thing as a secret drawer is impossible. Any man is a dolt who permits a 'secret' drawer to escape him in a search of this kind. The thing is so plain. There is a certain amount of bulk --of space --to be accounted for in every cabinet. Then we have accurate rules. The fiftieth part of a line could not escape us. After the cabinets we took the chairs. The cushions we probed with the fine long needles you have seen me employ. From the tables we removed the tops."
"Why so?"
"Sometimes the top of a table, or other similarly arranged piece of furniture, is removed by the person wishing to conceal an article; then the leg is excavated, the article deposited within the cavity, and the top replaced. The bottoms and tops of bedposts are employed in the same way."
"But could not the cavity be detected by sounding?" I asked.
"By no means, if, when the article is deposited, a sufficient wadding of cotton be placed around it. Besides, in our case, we were obliged to proceed without noise."
"But you could not have removed --you could not have taken to pieces all articles of furniture in which it would have been possible to make a deposit in the manner you mention. A letter may be compressed into a thin spiral roll, not differing much in shape or bulk from a large knitting-needle, and in this form it might be inserted into the rung of a chair, for example. You did not take to pieces all the chairs?"
"Certainly not; but we did better --we examined the rungs of every chair in the hotel, and, indeed, the jointings of every description of furniture, by the aid of a most powerful microscope. Had there been any traces of recent disturbance we should not have failed to detect it instantly. A single grain of gimlet-dust, for example, would have been as obvious as an apple. Any disorder in the glueing --any unusual gaping in the joints --would have sufficed to insure detection."
"I presume you looked to the mirrors, between the boards and the plates, and you probed the beds and the bed-clothes, as well as the curtains and carpets."
"That of course; and when we had absolutely completed every particle of the furniture in this way, then we examined the house itself. We divided its entire surface into compartments, which we numbered, so that none might be missed; then we scrutinized each individual square inch throughout the premises, including the two houses immediately adjoining, with the microscope, as before."
"The two houses adjoining!" I exclaimed; "you must have had a great deal of trouble."
"We had; but the reward offered is prodigious.
"You include the grounds about the houses?"
"All the grounds are paved with brick. They gave us comparatively little trouble. We examined the moss between the bricks, and found it undisturbed."
"You looked among D--'s papers, of course, and into the books of the library?"
"Certainly; we opened every package and parcel; we not only opened every book, but we turned over every leaf in each volume, not contenting ourselves with a mere shake, according to the fashion of some of our police officers. We also measured the thickness of every book-cover, with the most accurate admeasurement, and applied to each the most jealous scrutiny of the microscope. Had any of the bindings been recently meddled with, it would have been utterly impossible that the fact should have escaped observation. Some five or six volumes, just from the hands of the binder, we carefully probed, longitudinally, with the needles."
"You explored the floors beneath the carpets?"
"Beyond doubt. We removed every carpet, and examined the boards with the microscope."
"And the paper on the walls?"
"Yes.
"You looked into the cellars?"
"We did."
"Then," I said, "you have been making a miscalculation, and the letter is not upon the premises, as you suppose.
"I fear you are right there," said the Prefect. "And now, Dupin, what would you advise me to do?"
"To make a thorough re-search of the premises."
"That is absolutely needless," replied G--. "I am not more sure that I breathe than I am that the letter is not at the Hotel."
"I have no better advice to give you," said Dupin. "You have, of course, an accurate description of the letter?"
"Oh yes!" --And here the Prefect, producing a memorandum-book, proceeded to read aloud a minute account of the internal, and especially of the external appearance of the missing document. Soon after finishing the perusal of this description, he took his departure, more entirely depressed in spirits than I had ever known the good gentleman before.
In about a month afterwards he paid us another visit, and found us occupied very nearly as before. He took a pipe and a chair and entered into some ordinary conversation. At length I said,--
"Well, but G--, what of the purloined letter? I presume you have at last made up your mind that there is no such thing as overreaching the Minister?"
"Confound him, say I --yes; I made the reexamination, however, as Dupin suggested --but it was all labor lost, as I knew it would be."
"How much was the reward offered, did you say?" asked Dupin.
"Why, a very great deal --a very liberal reward --I don't like to say how much, precisely; but one thing I will say, that I wouldn't mind giving my individual check for fifty thousand francs to any one who could obtain me that letter. The fact is, it is becoming of more and more importance every day; and the reward has been lately doubled. If it were trebled, however, I could do no more than I have done."
"Why, yes," said Dupin, drawlingly, between the whiffs of his meerschaum, "I really --think, G--, you have not exerted yourself--to the utmost in this matter. You might --do a little more, I think, eh?"
"How? --In what way?"
"Why --puff, puff --you might --puff, puff --employ counsel in the matter, eh? --puff, puff, puff. Do you remember the story they tell of Abernethy?"
"No; hang Abernethy!"
"To be sure! hang him and welcome. But, once upon a time, a certain rich miser conceived the design of spunging upon this Abernethy for a medical opinion. Getting up, for this purpose, an ordinary conversation in a private company, he insinuated his case to the physician, as that of an imaginary individual.
"'We will suppose,' said the miser, 'that his symptoms are such and such; now, doctor, what would you have directed him to take?'
"'Take!' said Abernethy, 'why, take advice, to be sure.'"
"But," said the Prefect, a little discomposed, "I am perfectly willing to take advice, and to pay for it. I would really give fifty thousand francs to any one who would aid me in the matter."
"In that case," replied Dupin, opening a drawer, and producing a check-book, "you may as well fill me up a check for the amount mentioned. When you have signed it, I will hand you the letter."
I was astounded. The Prefect appeared absolutely thunderstricken. For some minutes he remained speechless and motionless, less, looking incredulously at my friend with open mouth, and eyes that seemed starting from their sockets; then, apparently in some measure, he seized a pen, and after several pauses and vacant stares, finally filled up and signed a check for fifty thousand francs, and handed it across the table to Dupin. The latter examined it carefully and deposited it in his pocket-book; then, unlocking an escritoire, took thence a letter and gave it to the Prefect. This functionary grasped it in a perfect agony of joy, opened it with a trembling hand, cast a rapid glance at its contents, and then, scrambling and struggling to the door, rushed at length unceremoniously from the room and from the house, without having uttered a syllable since Dupin had requested him to fill up the check.
When he had gone, my friend entered into some explanations.
"The Parisian police," he said, "are exceedingly able in their way. They are persevering, ingenious, cunning, and thoroughly versed in the knowledge which their duties seem chiefly to demand. Thus, when G-- detailed to us his mode of searching the premises at the Hotel D--, I felt entire confidence in his having made a satisfactory investigation --so far as his labors extended."
"So far as his labors extended?" said I.
"Yes," said Dupin. "The measures adopted were not only the best of their kind, but carried out to absolute perfection. Had the letter been deposited within the range of their search, these fellows would, beyond a question, have found it."
I merely laughed --but he seemed quite serious in all that he said.
"The measures, then," he continued, "were good in their kind, and well executed; their defect lay in their being inapplicable to the case, and to the man. A certain set of highly ingenious resources are, with the Prefect, a sort of Procrustean bed, to which he forcibly adapts his designs. But he perpetually errs by being too deep or too shallow, for the matter in hand; and many a schoolboy is a better reasoner than he. I knew one about eight years of age, whose success at guessing in the game of 'even and odd' attracted universal admiration. This game is simple, and is played with marbles. One player holds in his hand a number of these toys, and demands of another whether that number is even or odd. If the guess is right, the guesser wins one; if wrong, he loses one. The boy to whom I allude won all the marbles of the school. Of course he had some principle of guessing; and this lay in mere observation and admeasurement of the astuteness of his opponents. For example, an arrant simpleton is his opponent, and, holding up his closed hand, asks, 'are they even or odd?' Our schoolboy replies, 'odd,' and loses; but upon the second trial he wins, for he then says to himself, the simpleton had them even upon the first trial, and his amount of cunning is just sufficient to make him have them odd upon the second; I will therefore guess odd'; --he guesses odd, and wins. Now, with a simpleton a degree above the first, he would have reasoned thus: 'This fellow finds that in the first instance I guessed odd, and, in the second, he will propose to himself upon the first impulse, a simple variation from even to odd, as did the first simpleton; but then a second thought will suggest that this is too simple a variation, and finally he will decide upon putting it even as before. I will therefore guess even' guesses even, and wins. Now this mode of reasoning in the schoolboy, whom his fellows termed "lucky," --what, in its last analysis, is it?"
"It is merely," I said, "an identification of the reasoner's intellect with that of his opponent."
"It is," said Dupin;" and, upon inquiring of the boy by what means he effected the thorough identification in which his success consisted, I received answer as follows: 'When I wish to find out how wise, or how stupid, or how good, or how wicked is any one, or what are his thoughts at the moment, I fashion the expression of my face, as accurately as possible, in accordance with the expression of his, and then wait to see what thoughts or sentiments arise in my mind or heart, as if to match or correspond with the expression.' This response of the schoolboy lies at the bottom of all the spurious profundity which has been attributed to Rochefoucauld, to La Bougive, to Machiavelli, and to Campanella."
"And the identification," I said, "of the reasoner's intellect with that of his opponent, depends, if I understand you aright upon the accuracy with which the opponent's intellect is admeasured."
"For its practical value it depends upon this," replied Dupin; and the Prefect and his cohort fall so frequently, first, by default of this identification, and, secondly, by ill-admeasurement, or rather through non-admeasurement, of the intellect with which they are engaged. They consider only their own ideas of ingenuity; and, in searching for anything hidden, advert only to the modes in which they would have hidden it. They are right in this much --that their own ingenuity is a faithful representative of that of the mass; but when the cunning of the individual felon is diverse in character from their own, the felon foils them, of course. This always happens when it is above their own, and very usually when it is below. They have no variation of principle in their investigations; at best, when urged by some unusual emergency --by some extraordinary reward --they extend or exaggerate their old modes of practice, without touching their principles. What, for example, in this case of D--, has been done to vary the principle of action? What is all this boring, and probing, and sounding, and scrutinizing with the microscope, and dividing the surface of the building into registered square inches --what is it all but an exaggeration of the application of the one principle or set of principles of search, which are based upon the one set of notions regarding human ingenuity, to which the Prefect, in the long routine of his duty, has been accustomed? Do you not see he has taken it for granted that all men proceed to conceal a letter, --not exactly in a gimlet-hole bored in a chair-leg --but, at least, in some hole or corner suggested by the same tenor of thought which would urge a man to secrete a letter in a gimlet-hole bored in a chair-leg? And do you not see also, that such recherches nooks for concealment are adapted only for ordinary occasions, and would be adopted only by ordinary intellects; for, in all cases of concealment, a disposal of the article concealed --a disposal of it in this recherche manner, --is, in the very first instance, presumable and presumed; and thus its discovery depends, not at all upon the acumen, but altogether upon the mere care, patience, and determination of the seekers; and where the case is of importance --or, what amounts to the same thing in the policial eyes, when the reward is of magnitude, --the qualities in question have never been known to fall. You will now understand what I meant in suggesting that, had the purloined letter been hidden anywhere within the limits of the Prefect's examination --in other words, had the principle of its concealment been comprehended within the principles of the Prefect --its discovery would have been a matter altogether beyond question. This functionary, however, has been thoroughly mystified; and the remote source of his defeat lies in the supposition that the Minister is a fool, because he has acquired renown as a poet. All fools are poets; this the Prefect feels; and he is merely guilty of a non distributio medii in thence inferring that all poets are fools."
"But is this really the poet?" I asked. "There are two brothers, I know; and both have attained reputation in letters. The Minister I believe has written learnedly on the Differential Calculus. He is a mathematician, and no poet."
"You are mistaken; I know him well; he is both. As poet and mathematician, he would reason well; as mere mathematician, he could not have reasoned at all, and thus would have been at the mercy of the Prefect."
"You surprise me," I said, "by these opinions, which have been contradicted by the voice of the world. You do not mean to set at naught the well-digested idea of centuries. The mathematical reason has long been regarded as the reason par excellence.
"'Il y a a parier,'" replied Dupin, quoting from Chamfort, "'que toute idee publique, toute convention recue, est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre.' The mathematicians, I grant you, have done their best to promulgate the popular error to which you allude, and which is none the less an error for its promulgation as truth. With an art worthy a better cause, for example, they have insinuated the term 'analysis' into application to algebra. The French are the originators of this particular deception; but if a term is of any importance --if words derive any value from applicability --then 'analysis' conveys 'algebra' about as much as, in Latin, 'ambitus' implies 'ambition,' 'religio' religion or 'homines honesti,' a set of honorable men."
"You have a quarrel on hand, I see," said I, "with some of the algebraists of Paris; but proceed."
"I dispute the availability, and thus the value, of that reason which is cultivated in any especial form other than the abstractly logical. I dispute, in particular, the reason educed by mathematical study. The mathematics are the science of form and quantity; mathematical reasoning is merely logic applied to observation upon form and quantity. The great error lies in supposing that even the truths of what is called pure algebra, are abstract or general truths. And this error is so egregious that I am confounded at the universality with which it has been received. Mathematical axioms are not axioms of general truth. What is true of relation --of form and quantity --is often grossly false in regard to morals, for example. In this latter science it is very usually untrue that the aggregated parts are equal to the whole. In chemistry also the axiom falls. In the consideration of motive it falls; for two motives, each of a given value, have not, necessarily, a value when united, equal to the sum of their values apart. There are numerous other mathematical truths which are only truths within the limits of relation. But the mathematician argues, from his finite truths, through habit, as if they were of an absolutely general applicability --as the world indeed imagines them to be. Bryant, in his very learned 'Mythology,' mentions an analogous source of error, when he says that 'although the Pagan fables are not believed, yet we forget ourselves continually, and make inferences from them as existing realities.' With the algebraists, however, who are Pagans themselves, the 'Pagan fables' are believed, and the inferences are made, not so much through lapse of memory, as through an unaccountable addling of the brains. In short, I never yet encountered the mere mathematician who could be trusted out of equal roots, or one who did not clandestinely hold it as a point of his faith that x squared + px was absolutely and unconditionally equal to q. Say to one of these gentlemen, by way of experiment, if you please, that you believe occasions may occur where x squared + px is not altogether equal to q, and, having made him understand what you mean, get out of his reach as speedily as convenient, for, beyond doubt, he will endeavor to knock you down.
I mean to say," continued Dupin, while I merely laughed at his last observations, "that if the Minister had been no more than a mathematician, the Prefect would have been under no necessity of giving me this check. I knew him, however, as both mathematician and poet, and my measures were adapted to his capacity, with reference to the circumstances by which he was surrounded. I knew him as a courtier, too, and as a bold intriguant. Such a man, I considered, could not fall to be aware of the ordinary policial modes of action. He could not have failed to anticipate --and events have proved that he did not fail to anticipate --the waylayings to which he was subjected. He must have foreseen, I reflected, the secret investigations of his premises. His frequent absences from home at night, which were hailed by the Prefect as certain aids to his success, I regarded only as ruses, to afford opportunity for thorough search to the police, and thus the sooner to impress them with the conviction to which G--, in fact, did finally arrive --the conviction that the letter was not upon the premises. I felt, also, that the whole train of thought, which I was at some pains in detailing to you just now, concerning the invariable principle of policial action in searches for articles concealed --I felt that this whole train of thought would necessarily pass through the mind of the Minister. It would imperatively lead him to despise all the ordinary nooks of concealment. He could not, I reflected, be so weak as not to see that the most intricate and remote recess of his hotel would be as open as his commonest closets to the eyes, to the probes, to the gimlets, and to the microscopes of the Prefect. I saw, in fine, that he would be driven, as a matter of course, to simplicity, if not deliberately induced to it as a matter of choice. You will remember, perhaps, how desperately the Prefect laughed when I suggested, upon our first interview, that it was just possible this mystery troubled him so much on account of its being so very self-evident."
"Yes," said I, "I remember his merriment well. I really thought he would have fallen into convulsions."
"The material world," continued Dupin, "abounds with very strict analogies to the immaterial; and thus some color of truth has been given to the rhetorical dogma, that metaphor, or simile, may be made to strengthen an argument, as well as to embellish a description. The principle of the vis inertiae, for example, seems to be identical in physics and metaphysics. It is not more true in the former, that a large body is with more difficulty set in motion than a smaller one, and that its subsequent momentum is commensurate with this difficulty, than it is, in the latter, that intellects of the vaster capacity, while more forcible, more constant, and more eventful in their movements than those of inferior grade, are yet the less readily moved, and more embarrassed and full of hesitation in the first few steps of their progress. Again: have you ever noticed which of the street signs, over the shop doors, are the most attractive of attention?"
"I have never given the matter a thought," I said.
"There is a game of puzzles," he resumed, "which is played upon a map. One party playing requires another to find a given word --the name of town, river, state or empire --any word, in short, upon the motley and perplexed surface of the chart. A novice in the game generally seeks to embarrass his opponents by giving them the most minutely lettered names; but the adept selects such words as stretch, in large characters, from one end of the chart to the other. These, like the over-largely lettered signs and placards of the street, escape observation by dint of being excessively obvious; and here the physical oversight is precisely analogous with the moral inapprehension by which the intellect suffers to pass unnoticed those considerations which are too obtrusively and too palpably self-evident. But this is a point, it appears, somewhat above or beneath the understanding of the Prefect. He never once thought it probable, or possible, that the Minister had deposited the letter immediately beneath the nose of the whole world, by way of best preventing any portion of that world from perceiving it.
"But the more I reflected upon the daring, dashing, and discriminating ingenuity of D--; upon the fact that the document must always have been at hand, if he intended to use it to good purpose; and upon the decisive evidence, obtained by the Prefect, that it was not hidden within the limits of that dignitary's ordinary search --the more satisfied I became that, to conceal this letter, the Minister had resorted to the comprehensive and sagacious expedient of not attempting to conceal it at all.
"Full of these ideas, I prepared myself with a pair of green spectacles, and called one fine morning, quite by accident, at the Ministerial hotel. I found D-- at home, yawning, lounging, and dawdling, as usual, and pretending to be in the last extremity of ennui. He is, perhaps, the most really energetic human being now alive --but that is only when nobody sees him.
"To be even with him, I complained of my weak eyes, and lamented the necessity of the spectacles, under cover of which I cautiously and thoroughly surveyed the apartment, while seemingly intent only upon the conversation of my host.
"I paid special attention to a large writing-table near which he sat, and upon which lay confusedly, some miscellaneous letters and other papers, with one or two musical instruments and a few books. Here, however, after a long and very deliberate scrutiny, I saw nothing to excite particular suspicion.
"At length my eyes, in going the circuit of the room, fell upon a trumpery filigree card-rack of pasteboard, that hung dangling by a dirty blue ribbon, from a little brass knob just beneath the middle of the mantelpiece. In this rack, which had three or four compartments, were five or six visiting cards and a solitary letter. This last was much soiled and crumpled. It was torn nearly in two, across the middle --as if a design, in the first instance, to tear it entirely up as worthless, had been altered, or stayed, in the second. It had a large black seal, bearing the D-- cipher very conspicuously, and was addressed, in a diminutive female hand, to D--, the minister, himself. It was thrust carelessly, and even, as it seemed, contemptuously, into one of the upper divisions of the rack.
"No sooner had I glanced at this letter, than I concluded it to be that of which I was in search. To be sure, it was, to all appearance, radically different from the one of which the Prefect had read us so minute a description. Here the seal was large and black, with the D-- cipher; there it was small and red, with the ducal arms of the S-- family. Here, the address, to the Minister, was diminutive and feminine; there the superscription, to a certain royal personage, was markedly bold and decided; the size alone formed a point of correspondence. But, then, the radicalness of these differences, which was excessive; the dirt; the soiled and torn condition of the paper, so inconsistent with the true methodical habits of D--, and so suggestive of a design to delude the beholder into an idea of the worthlessness of the document; these things, together with the hyperobtrusive situation of this document, full in the view of every visitor, and thus exactly in accordance with the conclusions to which I had previously arrived; these things, I say, were strongly corroborative of suspicion, in one who came with the intention to suspect.
"I protracted my visit as long as possible, and, while I maintained a most animated discussion with the Minister, on a topic which I knew well had never failed to interest and excite him, I kept my attention really riveted upon the letter. In this examination, I committed to memory its external appearance and arrangement in the rack; and also fell, at length, upon a discovery which set at rest whatever trivial doubt I might have entertained. In scrutinizing the edges of the paper, I observed them to be more chafed than seemed necessary. They presented the broken appearance which is manifested when a stiff paper, having been once folded and pressed with a folder, is refolded in a reversed direction, in the same creases or edges which had formed the original fold. This discovery was sufficient. It was clear to me that the letter had been turned, as a glove, inside out, re-directed, and re-sealed. I bade the Minister good morning, and took my departure at once, leaving a gold snuff-box upon the table.
"The next morning I called for the snuff-box, when we resumed, quite eagerly, the conversation of the preceding day. While thus engaged, however, a loud report, as if of a pistol, was heard immediately beneath the windows of the hotel, and was succeeded by a series of fearful screams, and the shoutings of a mob. D-- rushed to a casement, threw it open, and looked out. In the meantime, I stepped to the card-rack, took the letter, put it in my pocket, and replaced it by a fac-simile, (so far as regards externals,) which I had carefully prepared at my lodgings; imitating the D-- cipher, very readily, by means of a seal formed of bread.
"The disturbance in the street had been occasioned by the frantic behavior of a man with a musket. He had fired it among a crowd of women and children. It proved, however, to have been without ball, and the fellow was suffered to go his way as a lunatic or a drunkard. When he had gone, D-came from the window, whither I had followed him immediately upon securing the object in view. Soon afterwards I bade him farewell. The pretended lunatic was a man in my own pay.
"But what purpose had you," I asked, in replacing the letter by a fac-simile? Would it not have been better, at the first visit, to have seized it openly, and departed?"
"D--," replied Dupin, "is a desperate man, and a man of nerve. His hotel, too, is not without attendants devoted to his interests. Had I made the wild attempt you suggest, I might never have left the Ministerial presence alive. The good people of Paris might have heard of me no more. But I had an object apart from these considerations. You know my political prepossessions. In this matter, I act as a partisan of the lady concerned. For eighteen months the Minister has had her in his power. She has now him in hers; since, being unaware that the letter is not in his possession, he will proceed with his exactions as if it was. Thus will he inevitably commit himself, at once, to his political destruction. His downfall, too, will not be more precipitate than awkward. It is all very well to talk about the facilis descensus Averni; but in all kinds of climbing, as Catalani said of singing, it is far more easy to get up than to come down. In the present instance I have no sympathy --at least no pity --for him who descends. He is the monstrum horrendum, an unprincipled man of genius. I confess, however, that I should like very well to know the precise character of his thoughts, when, being defied by her whom the Prefect terms 'a certain personage,' he is reduced to opening the letter which I left for him in the card-rack."
"How? did you put any thing particular in it?"
"Why --it did not seem altogether right to leave the interior blank --that would have been insulting. D--, at Vienna once, did me an evil turn, which I told him, quite good-humoredly, that I should remember. So, as I knew he would feel some curiosity in regard to the identity of the person who had outwitted him, I thought it a pity not to give him a clue. He is well acquainted with my MS., and I just copied into the middle of the blank sheet the words--
--Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atree, est digne de Thyeste.
They are to be found in Crebillon's 'Atree.'"
Edgar Allan Poe, The purloined letter, 1854.

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