Antonio Tabucchi, Dama de Porto Pim

Dama de Porto Pim

Todas las noches canto, porque para eso me pagan, pero las canciones que has escuchado eran pesinhos y sapateiras para los turistas que están de paso y para aquellos americanos que se ríen allá al fondo y que dentro de poco saldrán tambaleándose. Mis canciones de verdad son sólo cuatro chamaritas, porque mi repertorio es reducido, y yo casi soy viejo, y además fumo demasiado, y tengo la voz ronca. Tengo que ir vestido con este balandrau azoriano que se llevaba antaño, porque a los americanos les gusta lo pintoresco, luego vuelven a Texas y cuentan que han estado en un tugurio de una isla remota donde había un viejo vestido con una capa arcaica que cantaba el folklore de su gente. Quieren la viola con cuerdas de cobre, que da este sonido de feria melancólica, y yo les canto modinhas empalagosas en las que la rima siempre es la misma, pero tanto da porque ellos no lo entienden y como ves beben gin tónic. Pero tú, en cambio, ¿qué andas buscando, por qué vienes aquí todas las noches? Tú eres curioso y buscas algo más, porque es la segunda vez que me invitas a beber, pides vino de cheiro como si fueses uno de aquí, eres extranjero y finges hablar como nosotros, pero bebes poco y además te callas y esperas que hable yo. Has dicho que eres escritor, y quizás tu oficio tenga algo que ver con el mío. Todos los libros son estúpidos, nunca hay mucha verdad en ellos, y sin embargo cuántos he leído en los últimos treinta años, no tenía nada mejor que hacer, he leído muchos e italianos también, naturalmente todos traducidos, el que más me ha gustado se llamaba Canaviais no vento, de una tal Deledda, ¿lo conoces? Y además tú eres joven y te gustan las mujeres, he visto cómo mirabas a esa mujer tan guapa de cuello largo, la has estado mirando toda la noche, no sé si estás con ella, también ella te miraba y tal vez te parezca extraño pero todo esto ha despertado algo en mí, será porque he bebido demasiado. Siempre he elegido el demasiado en la vida, y eso es una perdición, pero no se puede hacer nada cuando se nace así.
Frente a nuestra casa había una atafona, en esta isla se llamaba así, era una especie de noria que giraba sobre sí misma, ahora ya no existen, te hablo de hace muchos años, tú todavía no habías nacido. Cuando pienso en ella oigo todavía su chirrido, es uno de los ruidos de mi infancia que permanece en mi memoria, mi madre me mandaba con el cántaro a buscar agua y yo para aliviar el esfuerzo acompañaba el movimiento con una canción de cuna, y a veces me dormía de verdad. Además de la noria había un muro bajo pintado de cal y luego la sima acantilada y al fondo el mar. Éramos tres hermanos y yo era el más joven. Mi padre era un hombre lento, comedido en sus gestos y en sus palabras, con los ojos tan claros que parecían de agua, su barco se llamaba «Madrugada», que era también el nombre de la casa de mi madre. Mi padre era ballenero, como lo había sido su padre, pero en una cierta época del año, cuando las ballenas no pasan, se dedicaba a la pesca de las morenas, y nosotros íbamos con él, y también nuestra madre. Ahora se ha perdido la usanza, pero cuando yo era niño se practicaba un rito que formaba parte de la pesca. Las morenas se pescan de noche, con luna creciente, y para llamarlas se usaba una canción sin palabras: era un canto, una melodía primero susurrante y lánguida y después aguda, jamás he oído un canto tan lastimero, parecía que viniese del fondo del mar o de ánimas perdidas en la noche, era un canto antiguo como nuestras islas, ahora ya nadie lo conoce, se ha perdido, y quizás más vale así porque llevaba en sí una maldición, un destino, como un sortilegio. Mi padre salía con su barca, era de noche, movía los remos muy despacio, a plomo, para no hacer ruido, y nosotros, mis hermanos y mi madre, nos sentábamos en el acantilado y empezábamos el canto. Había veces en que los demás callaban y querían que las llamase yo, porque decían que mi voz era más melodiosa que la de nadie y que las morenas no podían oponer resistencia. No creo que mi voz fuese mejor que la de los demás: querían que cantase yo únicamente porque era el más joven y se decía que a las morenas les gustaban las voces claras. A lo mejor era una superstición sin fundamento, pero eso es lo de menos.
Luego nosotros crecimos y mi madre murió. Mi padre se volvió más taciturno, y a veces, por la noche se sentaba sobre el muro del acantilado y miraba al mar. Ahora sólo salíamos para las ballenas, nosotros tres éramos altos y fuertes, y mi padre nos confió arpones y lanzas, como su edad mandaba. Luego, un día, mis hermanos nos dejaron. El mediano se fue a América, lo dijo el mismo día en que se iba, yo fui al puerto a despedirle, mi padre no vino. El otro se fue a hacer de camionero al continente, era un muchacho alegre al que siempre le había gustado el ruido de los motores, cuando el agente de policía vino a comunicarnos el accidente yo estaba solo en casa y a mi padre se lo conté en la cena.
Los dos seguimos con lo de las ballenas. Ahora era más difícil, había que recurrir a jornaleros, porque no se puede salir siendo menos de cinco, y mi padre hubiera querido que me casase, porque una casa sin mujer no es una verdadera casa. Pero yo tenía veinticinco años y me gustaba jugar al amor, todos los domingos bajaba al puerto y cambiaba de novia, en Europa eran tiempos de guerra y en las Azores la gente iba y venía, cada día atracaba un barco aquí o en otro lugar, y en Porto Pim se hablaban todas las lenguas.
La encontré un domingo en el puerto. Iba vestida de blanco, tenía los hombros descubiertos y llevaba un sombrero de encaje. Parecía salida de un cuadro y no de uno de aquellos barcos cargados de personas que huían a las Américas. La miré largamente y ella, también me miró. Es extraño cómo el amor puede entrar dentro de nosotros. En mí entró al observar dos arruguitas apenas insinuadas que tenía en torno a los ojos y pensé: ya no es muy joven. Pensé eso porque quizás a aquel muchacho que era yo entonces una mujer madura le parecía más vieja de lo que en realidad era. Que tenía poco más de treinta años lo supe sólo mucho más tarde, cuando saber su edad ya no servía para nada. Le di los buenos días y le pregunté si podía serle útil. Me indicó la maleta que se hallaba a sus pies. Llévala al Bote, me dijo en mi lengua. El Bote no es un lugar para señoras, dije yo. Yo no soy una señora, respondió, soy la nueva propietaria.
Al domingo siguiente volví a bajar a la ciudad. El Bote en aquellos tiempos era un local extraño, no era exactamente una fonda de pescadores y yo sólo había entrado una vez. Sabía que había dos reservados en la parte de atrás donde decían que se jugaba dinero, y la estancia del bar tenía una bóveda baja, con un espejo de cuerpo entero con arabescos y mesitas de madera de higuera. Los clientes eran todos extranjeros, parecía que estuviesen todos de vacaciones, en realidad se pasaban el día espiándose, cada uno fingiendo ser de un país que no era el suyo, y en los intervalos jugaban a las cartas. Faial, en aquellos años, era un lugar increíble. Detrás del mostrador había un canadiense bajo, con las patillas en punta, se llamaba Denis y hablaba el portugués como los de Cabo Verde, le conocía porque el sábado iba al puerto a comprar pescado, en el Bote se podía cenar, el domingo por la noche. El fue quien más tarde me enseñó el inglés.
Quería hablar con la dueña, dije. La señora no llega hasta las ocho, respondió con superioridad. Me senté a una mesa y pedí la cena. Hacia las nueve entró ella, había otros clientes, me vio y me dirigió un saludo distraído, y luego fue a sentarse a un rincón donde estaba un señor mayor con bigote blanco. Sólo entonces me di cuenta de lo hermosa que era, de una hermosura que hacía arder mis sienes, era eso lo que me había traído hasta allí, pero hasta aquel momento no había logrado comprenderlo con exactitud. Y, en aquel momento, lo que comprendía se ordenó dentro de mí con claridad y casi me dio vértigo. Me pasé toda la noche mirándola, con los puños apoyados en las sienes, y cuando salió la seguí a una cierta distancia. Caminaba ligera, sin darse la vuelta, como a quien le tiene sin cuidado que le sigan o no, atravesó la puerta de la muralla de Porto Pim y emprendió el descenso de la bahía. Al otro lado del golfo, donde termina el promontorio, solitaria entre las rocas, entre un cañaveral y una palmera, hay una casa de piedra. Quizás la hayas visto, ahora es una casa deshabitada y las ventanas se están cayendo, tiene un algo siniestro, tarde o temprano se derrumbará el tejado, si no se ha derrumbado ya. Ella vivía allí, pero entonces era una casa blanca, con recuadros azules en torno a puertas y ventanas. Entró y cerró la puerta y la luz se apagó. Yo me senté sobre una roca y esperé. En medio de la noche se encendió una ventana, ella se asomó y yo la miré. Las noches en Porto Pim son silenciosas, basta susurrar en la oscuridad para oírse a distancia. Déjame entrar, le supliqué. Ella cerró la persiana y apagó la luz. Estaba saliendo la luna, con un velo encarnado de luna estival. Sentía una congoja, el agua chapoteaba en torno a mí, todo era tan intenso y tan inalcanzable, y me acordé de cuando era niño y por la noche llamaba a las morenas desde el acantilado: y entonces tuve una fantasía, no pude contenerme, y empecé a cantar aquel canto. Lo canté muy despacio, como un lamento o una súplica, con una mano en la oreja para guiar la voz. Al poco rato la puerta se abrió y entré en la oscuridad de la casa y me encontré en sus brazos. Me llamo Yeborath, dijo tan sólo.
¿Tú sabes lo que es la traición? La traición, la de verdad, es cuando sientes vergüenza y desearías ser otro. Yo habría deseado ser otro cuando fui a despedirme de mi padre y sus ojos me seguían mientras envolvía el arpón en el hule y lo colgaba de un clavo en la cocina y me ponía en bandolera la viola que me había regalado al cumplir veinte años. He decidido cambiar de oficio, dije rápidamente, voy a cantar a un local de Porto Pim, vendré a verte el sábado. Pero aquel sábado no fui, ni al otro tampoco, y mintiéndome a mí mismo me decía que iría el próximo sábado. Y así llegó el otoño, y pasó el invierno, y yo cantaba. También hacía otros pequeños trabajos, porque a veces algunos parroquianos bebían demasiado y para sostenerles o echarles a la calle hacía falta un brazo robusto que Denis no poseía. Y luego escuchaba lo que decían los parroquianos que fingían estar de vacaciones, es fácil escuchar las confidencias de los demás cuando se canta en una taberna, y como ves también es fácil hacerlas. Ella me esperaba en la casa de Porto Pim y ahora ya no tenía que llamar. Yo le preguntaba: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, por qué no dejamos a todos estos individuos absurdos que simulan jugar a cartas, quiero estar contigo para siempre. Ella se reía y me daba a entender la razón de aquella vida que llevaba, y me decía: espera un poco más y nos iremos juntos, debes confiar en mí, es todo lo que puedo decirte. Luego salía desnuda a la ventana y me decía: canta tu reclamo, pero en voz baja. Y mientras yo cantaba me pedía que la amase, y yo la poseía de pie, ella apoyada en el antepecho, mientras miraba la noche como si esperase algo.
Ocurrió el diez de agosto. Por San Lorenzo el cielo está lleno de estrellas fugaces, conté trece al volver a casa. Encontré la puerta cerrada, y llamé. Luego volví a llamar, con más fuerza, porque estaba la luz encendida. Ella me abrió y se quedó en la puerta, pero yo la aparté con un brazo. Me voy mañana, dijo, la persona que esperaba ha vuelto. Sonreía como si me diera las gracias, y quién sabe por qué pensé que pensaba en mi canto. En el fondo del cuarto se movió una figura. Era un hombre anciano y se estaba vistiendo. ¿Qué quiere?, le preguntó en aquella lengua que ahora yo ya entendía. Está borracho, dijo ella, antes era ballenero pero ha dejado el arpón por la viola, durante tu ausencia me ha hecho de criado. Dile que se vaya, dijo él sin mirarme.
Sobre la bahía de Porto Pim había un claro reflejo. Recorrí el golfo como si fuese un sueño, cuando de pronto te encuentras en la otra punta del paisaje. No pensaba en nada, porque no quería pensar. La casa de mi padre estaba a oscuras, porque él se acostaba temprano. Pero no dormía, como suele sucederles a los viejos que yacen inmóviles en la oscuridad como si fuese una forma de sueño. Entré sin encender la luz, pero él me oyó. Has vuelto, murmuró. Yo fui a la pared del fondo y descolgué mi arpón. Me movía a la luz de la luna. No se va a cazar ballenas a estas horas de la noche, dijo él desde su jergón. Es una morena, dije yo. No sé si entendió lo que quería decir, pero no replicó ni se movió. Me pareció como si me hiciese un gesto de despedida con la mano, pero tal vez fuese mi imaginación o un juego de sombras de la penumbra. No he vuelto a verlo, murió mucho antes de que yo cumpliese mi pena. Tampoco he vuelto a ver a mi hermano. El año pasado me llegó una fotografía suya, es un hombre gordo con el pelo blanco rodeado de un grupo de desconocidos que deben ser sus hijos y sus nueras, están sentados en el mirador de una casa de madera y los colores son muy exagerados, como en las postales. Me decía que podía ir a vivir con él, allí hay trabajo para todos y la vida es fácil. Me pareció casi grotesco. ¿Qué quiere decir una vida fácil, cuando la vida ya ha sido?
Y si te quedas un poco más y la voz no se quiebra, esta noche te cantaré la melodía que marcó el destino de esta vida mía. No la he cantado desde hace treinta años y a lo mejor la voz no aguanta. No sé por qué lo hago, se la regalo a esa mujer del cuello largo y a la fuerza que tiene un rostro para aflorar en otro, y esto tal vez me ha tocado alguna fibra. Y a ti, italiano, que vienes aquí todas las noches y se ve que estás sediento de historias verdaderas para convertirlas en papel, te regalo esta historia que has escuchado. También puedes poner el nombre de quien te la ha contado, pero no el nombre con el que me conocen en este tugurio, que es un nombre para turistas de paso. Escribe que ésta es la verdadera historia de Lucas Eduino, que mató con el arpón a la mujer que había creído suya, en Porto Pim.
Ah, al menos en una cosa no me había mentido, lo descubrí en el proceso. Se llamaba realmente Yeborath. Si eso tiene alguna importancia.

Antonio Tabucchi, Dama de Porto Pim.

Antonio Tabucchi


Julio Cortázar, Historia con migalas

Historia con migalas

Llegamos a las dos de la tarde al bungalow y media hora después, fiel a la cita telefónica, el joven gerente se presenta con las llaves, pone en marcha la heladera y nos muestra el funcionamiento del calefón y del aire acondicionado. Está entendido que nos quedaremos diez días, que pagamos por adelantado. Abrimos las valijas y sacamos lo necesario para la playa; ya nos instalaremos al caer la tarde, la vista del Caribe cabrilleando al pie de la colina es demasiado tentadora. Bajamos el sendero escarpado, incluso descubrimos un atajo entre matorrales que nos hace ganar camino; hay apenas cien metros entre los bungalows de la colina y el mar.
Anoche, mientras guardábamos la ropa y ordenábamos las provisiones compradas en Saint-Pierre, oímos las voces de quienes ocupan la otra ala del bungalow. Hablan muy bajo, no son las voces martiniquesas llenas de color y de risas. De cuando en cuando algunas palabras más distintas: inglés estadounidense, turistas sin duda. La primera impresión es de desagrado, no sabemos por qué esperábamos una soledad total aunque habíamos visto que cada bungalow (hay cuatro entre macizos de flores, bananos y cocoteros) es doble. Tal vez porque cuando los vimos por primera vez, después de complicadas pesquisas telefónicas desde el hotel de Diamant, nos pareció que todo estaba vacío y a la vez extrañamente habitado. La cabaña del restaurante, por ejemplo, treinta metros más abajo: abandonada pero con algunas botellas en el bar, vasos y cubiertos. Y en uno o dos de los bungalows a través de las persianas se entreveían toallas, frascos de lociones o de champú en los cuartos de baño. El joven gerente nos abrió uno enteramente vacío, y a una pregunta vaga contestó no menos vagamente que el administrador se había ido y que él se ocupaba de los bungalows por amistad hacia el propietario. Mejor así, por supuesto, ya que buscábamos soledad y playa; pero desde luego otros han pensado de la misma manera y dos voces femeninas y norteamericanas murmuran en el ala contigua del bungalow. Tabiques como de papel pero todo tan cómodo, tan bien instalado. Dormimos interminablemente, cosa rara. Y si algo nos hacía falta ahora era eso.
Amistades: una gata mansa y pedigüeña, otra negra más salvaje pero igualmente hambrienta. Los pájaros aquí vienen casi a las manos y las lagartijas verdes se suben a las mesas a la caza de moscas. De lejos nos rodea una guirnalda de balidos de cabra, cinco vacas y un ternero pastan en lo más alto de la colina y mugen adecuadamente. Oímos también a los perros de las cabañas en el fondo del valle; las dos gatas se sumarán esta noche al concierto, es seguro.
La playa, un desierto para criterios europeos. Unos pocos muchachos nadan y juegan, cuerpos negros o canela danzan en la arena. A lo lejos una familia —metropolitanos o alemanes, tristemente blancos y rubios— organiza toallas, aceites bronceadores y bolsones. Dejamos irse las horas en el agua o la arena, incapaces de otra cosa, prolongando los rituales de las cremas y los cigarrillos. Todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío. Es precisamente lo contrario: bloquear toda referencia a las semanas precedentes, los encuentros en Delft, la noche en la granja de Erik. Si eso vuelve lo ahuyentamos como a una bocanada de humo, el leve movimiento de la mano que aclara nuevamente el aire.
Dos muchachas bajan por el sendero de la colina y eligen un sector distante, sombra de cocoteros. Deducimos que son nuestras vecinas de bungalow, les imaginamos secretariados o escuelas de párvulos en Detroit, en Nebraska. Las vemos entrar juntas al mar, alejarse deportivamente, volver despacio, saboreando el agua cálida y transparente, belleza que se vuelve puro tópico cuando se la describe, eterna cuestión de las tarjetas postales. Hay dos veleros en el horizonte, de Saint-Pierre sale una lancha con una esquiadora náutica que meritoriamente se repone de cada caída, que son muchas.
Al anochecer —hemos vuelto a la playa después de la siesta, el día declina entre grandes nubes blancas— nos decimos que esta Navidad responderá perfectamente a nuestro deseo: soledad, seguridad de que nadie conoce nuestro paradero, estar a salvo de posibles dificultades y a la vez de las estúpidas reuniones de fin de año y de los recuerdos condicionados, agradable libertad de abrir un par de latas de conserva y preparar un punch de ron blanco, jarabe de azúcar de caña y limones verdes. Cenamos en la veranda, separada por un tabique de bambúes de la terraza simétrica donde, ya tarde, escuchamos de nuevo las voces apenas murmurantes. Somos una maravilla recíproca como vecinos, nos respetamos de una manera casi exagerada. Si las muchachas de la playa son realmente las ocupantes del bungalow, acaso están preguntándose si las dos personas que han visto en la arena son las que viven en la otra ala. La civilización tiene sus ventajas, lo reconocemos entre dos tragos: ni gritos, ni transistores, ni tarareos baratos. Ah, que se queden ahí los diez días en vez de ser reemplazadas por matrimonio con niños. Cristo acaba de nacer de nuevo; por nuestra parte podemos dormir.
Levantarse con el sol, jugo de guayaba y café en tazones. La noche ha sido larga, con ráfagas de lluvia confesadamente tropical, bruscos diluvios que se cortan bruscamente arrepentidos. Los perros ladraron desde todos los cuadrantes, aunque no había luna; ranas y pájaros, ruidos que el oído ciudadano no alcanza a definir pero que acaso explican los sueños que ahora recordamos con los primeros cigarrillos. Aegri somnia. ¿De dónde viene la referencia? Charles Nodier, o Nerval, a veces no podemos resistir a ese pasado de bibliotecas que otras vocaciones borraron casi. Nos contamos los sueños donde larvas, amenazas inciertas, y no bienvenidas pero previsibles exhumaciones tejen sus telarañas o nos las hacen tejer. Nada sorprendente después de Delft (pero hemos decidido no evocar los recuerdos inmediatos, ya habrá tiempo como siempre. Curiosamente no nos afecta pensar en Michael, en el pozo de la granja de Erik, cosas ya clausuradas; casi nunca hablamos de ellas o de las precedentes aunque sabemos que pueden volver a la palabra sin hacernos daño, al fin y al cabo el placer y la delicia vinieron de ellas, y la noche de la granja valió el precio que estamos pagando, pero a la vez sentimos que todo eso está demasiado próximo todavía, los detalles, Michael desnudo bajo la luna, cosas que quisiéramos evitar fuera de los inevitables sueños; mejor este bloqueo, entonces, other voices, other rooms: la literatura y los aviones, qué espléndidas drogas).
El mar de las nueve de la mañana se lleva las últimas babas de la noche, el sol y la sal y la arena bañan la piel con un caliente tacto. Cuando vemos a las muchachas bajando por el sendero nos acordamos al mismo tiempo, nos miramos. Sólo habíamos hecho un comentario casi al borde del sueño en la alta noche: en algún momento las voces del otro lado del bungalow habían pasado del susurro a algunas frases claramente audibles aunque su sentido se nos escapara. Pero no era el sentido el que nos atrajo en ese cambio de palabras que cesó casi de inmediato para retornar al monótono, discreto murmullo, sino que una de las voces era una voz de hombre.
A la hora de la siesta nos llega otra vez el apagado rumor del diálogo en la otra veranda. Sin saber por qué nos obstinamos en hacer coincidir las dos muchachas de la playa con las voces del bungalow, y ahora que nada hace pensar en un hombre cerca de ellas, el recuerdo de la noche pasada se desdibuja para sumarse a los otros rumores que nos han desasosegado, los perros, las bruscas ráfagas de viento y de lluvia, los crujidos en el techo. Gente de ciudad, gente fácilmente impresionable fuera de los ruidos propios, las lluvias bien educadas.
Además, ¿qué nos importa lo que pasa en el bungalow de al lado? Si estamos aquí es porque necesitábamos distanciarnos de lo otro, de los otros. Desde luego no es fácil renunciar a costumbres, a reflejos condicionados; sin decírnoslo, prestamos atención a lo que apagadamente se filtra por el tabique, al diálogo que imaginamos plácido y anodino, ronroneo de pura rutina. Imposible reconocer palabras, incluso voces, tan semejantes en su registro que por momentos se pensaría en un monólogo apenas entrecortado. También así han de escucharnos ellas, pero desde luego no nos escuchan; para eso deberían callarse, para eso deberían estar aquí por razones parecidas a las nuestras, agazapadamente vigilantes como la gata negra que acecha a un lagarto en la veranda. Pero no les interesamos para nada: mejor para ellas. Las dos voces se alternan, cesan, recomienzan. Y no hay ninguna voz de hombre, aun hablando tan bajo la reconoceríamos.
Como siempre en el trópico la noche cae bruscamente, el bungalow está mal iluminado pero no nos importa; casi no cocinamos, lo único caliente es el café. No tenemos nada que decirnos y tal vez por eso nos distrae escuchar el murmullo de las muchachas, sin admitirlo abiertamente estamos al acecho de la voz del hombre aunque sabemos que ningún auto ha subido a la colina y que los otros bungalows siguen vacíos. Nos mecemos en las mecedoras y fumamos en la oscuridad; no hay mosquitos, los murmullos vienen desde agujeros de silencio, callan, regresan. Si ellas pudieran imaginarnos no les gustaría; no es que las espiemos pero ellas seguramente nos verían como dos migalas en la oscuridad. Al fin y al cabo no nos desagrada que la otra ala del bungalow esté ocupada. Buscábamos la soledad pero ahora pensamos en lo que sería la noche aquí si realmente no hubiera nadie en el otro lado; imposible negarnos que la granja, que Michael, están todavía tan cerca. Tener que mirarse, hablar, sacar una vez más la baraja o los dados. Mejor así, en las sillas de hamaca, escuchando los murmullos un poco gatunos hasta la hora de dormir.
Hasta la hora de dormir, pero aquí las noches no nos traen lo que esperábamos, tierra de nadie en la que por fin —o por un tiempo, no hay que pretender más de lo posible— estaríamos a cubierto de todo lo que empieza más allá de las ventanas. Tampoco en nuestro caso la tontería es el punto fuerte; nunca hemos llegado a un destino sin prever el próximo o los próximos. A veces parecería que jugamos a acorralarnos como ahora en una isla insignificante donde cualquiera es fácilmente ubicable; pero eso forma parte de un ajedrez infinitamente más complejo en el que el modesto movimiento de un peón oculta jugadas mayores. La célebre historia de la carta robada es objetivamente absurda. Objetivamente; por debajo corre la verdad, y los portorriqueños que durante años cultivaron marihuana en sus balcones neoyorquinos o en pleno Central Park sabían más de eso que muchos policías. En todo caso controlamos las posibilidades inmediatas, barcos y aviones: Venezuela y Trinidad están a un paso, dos opciones entre seis o siete; nuestros pasaportes son los de los que resbalan sin problemas en los aeropuertos. Esta colina inocente, este bungalow para turistas pequeñoburgueses: hermosos dados cargados que siempre hemos sabido utilizar en su momento. Delft está muy lejos, la granja de Erik empieza a retroceder en la memoria, a borrarse como también se irán borrando el pozo y Michael huyendo bajo la luna. Michael tan blanco y desnudo bajo la luna.
Los perros aullaron de nuevo intermitentemente, desde alguna de las cabañas de la hondonada llegaron los gritos de una mujer bruscamente acallados en su punto más alto, el silencio contiguo dejó pasar un murmullo de confusa alarma en un semisueño de turistas demasiado fatigadas y ajenas para interesarse de veras por lo que las rodeaba. Nos quedamos escuchando, lejos del sueño. Al fin y al cabo para qué dormir si después sería el estruendo de un chaparrón en el techo o el amor lancinante de los gatos, los preludios a las pesadillas, el alba en que por fin las cabezas se aplastan en las almohadas y ya nada las invade hasta que el sol trepa a las palmeras y hay que volver a vivir.
En la playa, después de nadar largamente mar afuera, nos preguntamos otra vez por el abandono de los bungalows. La cabaña del restaurante con sus vasos y botellas obliga al recuerdo del misterio de la Mary Celeste (tan sabido y leído, pero esa obsesionante recurrencia de lo inexplicado, los marinos abordando el barco a la deriva con todas las velas desplegadas y nadie a bordo, las cenizas aún tibias en los fogones de la cocina, las cabinas sin huellas de motín o de peste. ¿Un suicidio colectivo? Nos miramos irónicamente, no es una idea que pueda abrirse paso en nuestra manera de ver las cosas. No estaríamos aquí si alguna vez la hubiéramos aceptado).
Las muchachas bajan tarde a la playa, se doran largamente antes de nadar. También allí, lo notamos sin comentarios, se hablan en voz baja, y si estuviéramos más cerca nos llegaría el mismo murmullo confidencial, el temor bien educado de interferir en la vida de los demás. Si en algún momento se acercaran para pedir fuego, para saber la hora… Pero el tabique de bambúes parece prolongarse hasta la playa; sabemos que no nos molestarán.
La siesta es larga, no tenemos ganas de volver al mar ni ellas tampoco, las oímos hablar en la habitación y después en la veranda. Solas, desde luego. ¿Pero por qué desde luego? La noche puede ser diferente y la esperamos sin decirlo, ocupándonos de nada, demorándonos en mecedoras y cigarrillos y tragos, dejando apenas una luz en la veranda; las persianas del salón la filtran en finas láminas que no alejan la sombra del aire, el silencio de la espera. No esperamos nada, desde luego. ¿Por qué desde luego, por qué mentirnos si lo único que hacemos es esperar, como en Delft, como en tantas otras partes? Se puede esperar la nada o un murmullo desde el otro lado del tabique, un cambio en las voces. Más tarde se oirá un crujido de cama, empezará el silencio lleno de perros, de follajes movidos por las ráfagas. No va a llover esta noche.
Se van, a las ocho de la mañana llega un taxi a buscarlas, el chófer negro ríe y bromea bajándoles las valijas, los sacos de playa, grandes sombreros de paja, raquetas de tenis. Desde la veranda se ve el sendero, el taxi blanco; ellas no pueden distinguirnos entre las plantas, ni siquiera miran en nuestra dirección.
La playa está poblada de chicos de pescadores que juegan a la pelota antes de bañarse, pero hoy nos parece aún más vacía ahora que ellas no volverán a bajar. De regreso damos un rodeo sin pensarlo, en todo caso sin decidirlo expresamente, y pasamos frente a la otra ala del bungalow que siempre habíamos evitado. Ahora todo está realmente abandonado salvo nuestra ala. Probamos la puerta, se abre sin ruido, las muchachas han dejado la llave puesta por dentro, sin duda de acuerdo con el gerente que vendrá o no vendrá más tarde a limpiar el bungalow. Ya no nos sorprende que las cosas queden expuestas al capricho de cualquiera, como los vasos y los cubiertos del restaurante; vemos sábanas arrugadas, toallas húmedas, frascos vacíos, insecticidas, botellas de coca-cola y vasos, revistas en inglés, pastillas de jabón. Todo está tan solo, tan dejado. Huele a colonia, un olor joven. Dormían ahí, en la gran cama de sábanas con flores amarillas. Las dos. Y se hablaban, se hablaban antes de dormir. Se hablaban tanto antes de dormir.
La siesta es pesada, interminable porque no tenemos ganas de ir a la playa hasta que el sol esté bajo. Haciendo café o lavando los platos nos sorprendemos en el mismo gesto de atender, el oído tenso hacia el tabique. Deberíamos reírnos pero no. Ahora no, ahora que por fin y realmente es la soledad tan buscada y necesaria, ahora no nos reímos.
Preparar la cena lleva tiempo, complicamos a propósito las cosas más simples para que todo dure y la noche se cierre sobre la colina antes de que hayamos terminado de cenar. De cuando en cuando volvemos a descubrirnos mirando hacia el tabique, esperando lo que ya está tan lejos, un murmullo que ahora continuará en un avión o una cabina de barco. El gerente no ha venido, sabemos que el bungalow está abierto y vacío, que huele todavía a colonia y a piel joven. Bruscamente hace más calor, el silencio lo acentúa o la digestión o el hastío porque seguimos sin movernos de las mecedoras, apenas hamacándonos en la oscuridad, fumando y esperando. No lo confesaremos, por supuesto, pero sabemos que estamos esperando. Los sonidos de la noche crecen poco a poco, fieles al ritmo de las cosas y los astros; como si los mismos pájaros y las mismas ranas de anoche hubieran tomado posición y comenzado su canto en el mismo momento. También el coro de perros (un horizonte de perros, imposible no recordar el poema) y en la maleza el amor de las gatas lacera el aire. Sólo falta el murmullo de las dos voces en el bungalow de al lado, y eso sí es silencio, el silencio. Todo lo demás resbala en los oídos que absurdamente se concentran en el tabique como esperando. Ni siquiera hablamos, temiendo aplastar con nuestras voces el imposible murmullo. Ya es muy tarde pero no tenemos sueño, el calor sigue subiendo en el salón sin que se nos ocurra abrir las dos puertas. No hacemos más que fumar y esperar lo inesperable; ni siquiera nos es dado jugar como al principio con la idea de que las muchachas podrían imaginarnos como migalas al acecho; ya no están ahí para atribuirles nuestra propia imaginación, volverlas espejos de esto que ocurre en la oscuridad, de esto que insoportablemente no ocurre.
Porque no podemos mentirnos, cada crujido de las mecedoras reemplaza un diálogo pero a la vez lo mantiene vivo. Ahora sabemos que todo era inútil, la fuga, el viaje, la esperanza de encontrar todavía un hueco oscuro sin testigos, un refugio propicio al recomienzo (porque el arrepentimiento no entra en nuestra naturaleza, lo que hicimos está hecho y lo recomenzaremos tan pronto nos sepamos a salvo de las represalias). Es como si de golpe toda la veteranía del pasado cesara de operar, nos abandonara como los dioses abandonan a Antonio en el poema de Cavafis. Si todavía pensamos en la estrategia que garantizó nuestro arribo a la isla, si imaginamos un momento los horarios posibles, los teléfonos eficaces en otros puertos y ciudades, lo hacemos con la misma indiferencia abstracta con que tan frecuentemente citamos poemas jugando las infinitas carambolas de la asociación mental. Lo peor es que no sabemos por qué, el cambio se ha operado desde la llegada, desde los primeros murmullos al otro lado del tabique que presumíamos una mera valla también abstracta para la soledad y el reposo. Que otra voz inesperada se sumara un momento a los susurros no tenía por qué ir más allá de un banal enigma de verano, el misterio de la pieza de al lado como el de la Mary Celeste, alimento frívolo de siestas y caminatas. Ni siquiera le damos importancia especial, no lo hemos mencionado jamás; solamente sabemos que ya es imposible dejar de prestar atención, de orientar hacia el tabique cualquier actividad, cualquier reposo.
Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir, no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro bungalow, su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal involuntaria, a la vez discreta y penetrante como lo eran los murmullos de las muchachas pero ahora sí señal, ahora sí emplazamiento después de tanta charla ajena. Nos levantamos sin hablar, el silencio ha caído de nuevo en el salón, solamente uno de los perros aúlla y aúlla a lo lejos. Esperamos un tiempo sin medida posible; el visitante del bungalow calla también, también acaso espera o se ha echado a dormir entre las flores amarillas de las sábanas. No importa, ahora hay un acuerdo que nada tiene que ver con la voluntad, hay un término que prescinde de forma y de fórmulas; en algún momento nos acercaremos sin consultarnos, sin tratar siquiera de mirarnos, sabemos que estamos pensando en Michael, en cómo también Michael volvió a la granja de Erik, sin ninguna razón aparente volvió aunque para él la granja ya estaba vacía como el bungalow de al lado, volvió como ha vuelto el visitante de las muchachas, igual que Michael y los otros volviendo como las moscas, volviendo sin saber que se los espera, que esta vez vienen a una cita diferente.
A la hora de dormir nos habíamos puesto como siempre los camisones; ahora los dejamos caer como manchas blancas y gelatinosas en el piso, desnudas vamos hacia la puerta y salimos al jardín. No hay más que bordear el seto que prolonga la división de las dos alas del bungalow; la puerta sigue cerrada pero sabemos que no lo está, que basta tocar el picaporte. No hay luz adentro cuando entramos juntas; es la primera vez en mucho tiempo que nos apoyamos la una en la otra para andar.

Julio Cortázar, Historia con migalas.


Julio Cortázar

Adolfo Bioy Casares, Un viaje o El Mago inmortal

Un viaje o El mago inmortal

O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
(Don Quijote, II, 22).

Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul…
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda —calculo que se le alargó una cuarta la cara— me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda? Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté —ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear— me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
—Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vívido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
—¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba —lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo— cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
—Señor, lo que es mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba —sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico— y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa —un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando—, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
—¿Puedo hacer la pieza? —preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
—Cómo no —contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo se alejó, articulé:
—Permiso ¿puedo pasar?
Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave, pregunté:
—¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía?
Consultaron libros y respondieron:
—Merlín.
El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.


Adolfo Bioy Casares, Un viaje o El Mago inmortal.

Adolfo Bioy Casares



Julio Cortázar, La puerta condenada

La puerta condenada.

A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenando sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

Julio Cortázar, La puerta condenada (1956)

Julio Cortázar



Stephen Vincent Benét, Junto a las aguas de Babilonia

Junto a las aguas de Babilonia

Al norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal, y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que fue el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas, han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos.
Mi padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y acallé mi voz.
Después salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos, pero yo no había huido. Me dio el metal para que lo tuviera en las manos. Lo toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis hermanos. Era justo.
Al cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal. Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado.
Me enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
Nosotros no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí: quería aprender más. Cuando al fin fui hombre, llegué a mi padre y le dije:
—Es venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso.
Me miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último:
—Sí. Es tiempo.
Aquella noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me interrogó sobre mis sueños.
Me ordenó mirar el humo del fuego y ver… Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote.
—Ése es un sueño muy fuerte —dijo—.
—Es mío —repliqué.
El humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza.
Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos. Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos y los observó al caer.
—Es un sueño muy fuerte —dijo—. Puede devorarte.
—No tengo miedo —repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis oídos, pero fue por causa del humo.
Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
—Llévalas —dijo—. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.
—Todas esas cosas están prohibidas —dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi espíritu.
Él me miró nuevamente.
—Hijo mío —dijo—. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
Ayuné, es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el este.
A veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata, ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron. Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande.
Los seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que debía ir. Me zumbaba la cabeza por el ayuno… ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco. Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la pantera levantó la cabeza.
No es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma, arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne.
El viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y limpio mi viaje, a pesar de la ley.
Al atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré nuevamente.
Después alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses.
Cómo puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto de roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque.
Sin duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora volveré a mi casa». Mas en el preciso instante en que lo pensaba, comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu.
Aun así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha, pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía derecho a hacerlo, y era un hermoso canto:
Yo soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.
Ellos son los hombres.
Yo voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan.
Recojo el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado.
Fatigo los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he matado el cervato!
¡E-yah! He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes.
Está prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él.
Abrid vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico.
Ahora voy al lugar de los dioses, no volveré.
¡Mi cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande mientras voy al lugar de los dioses!
Pero cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo. Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
Pero luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos: rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se alzaban ante mis ojos.
No sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta voz:
—¡Soy sacerdote, hijo de sacerdote!
Los dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses.
Cuando estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto, pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
La tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses.
¿Cómo decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera sido un dios, también habría edificado ahí.
¿Cómo decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un Martín Pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un gran montón de piedras y columnas derruidas. Me acerqué y miré alrededor. Vi una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras, mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a ese dios.
¿Cómo decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios, pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras labradas, inscriptas con palabras y números mágicos.
Me dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender… Transcurrido un tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos. Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses.
Lo encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad. Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno con sus estrellas.
El templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de vidrio: la bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado.
Cuando desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó. Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche.
Miré a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban. Guando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir sobre el suelo, sino en lo alto.
Acababa de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura estaba rota. Abrí la puerta y entré.
Adentro descubrí un lugar de grandes riquezas.
El dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no desvanecidos, y las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños, muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría.
Sin embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender fuego. Tampoco velas ni pimparas: había cosas que parecían lámparas, pero no tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una cosa que decía «Caliente», y no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría», y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera.
Aquella casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido, pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir para enfrentarme con los perros, mas no lo hice.
No había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado.
Ahora diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de mi cuerpo como un pez al extremo de una línea de pescar.
¿Por qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus, como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar? ¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal. Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego apagado, pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los dioses.
Todo debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz. Diez mil antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para mis adentros: «Ésta es magia muy fuerte», y temblé. Llegaba a mis oídos un estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses.
Era un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo, porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer, era magia lo que hacían.
Me asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre.
¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho —aun yo podía advertirlo—, y sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz.
Después vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque, he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad… ¡pobres dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos escaparon… sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar.
Todo esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar a la orilla de un gran río, de noche, y sin luz para ver el camino.
Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco. La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad. Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante había algo inconquistado en su rostro.
Éste es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es mucho saber, difícil de contar y de creer. Eran hombres: habían recorrido un camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fui purificado. Él me tocó los labios y el pecho, y dijo:
—Cuando te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote.
—Padre —repuse—, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto! Ahora mátame, si ésa es la ley… pero aun así, eran hombres.
Él me miró con ambos ojos.
—La ley no es siempre la misma —dijo—. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
Conté mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me disuadió. Dijo:
—La verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares Muertos.
Tenía razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad con demasiada prisa.
Sin embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses —el lugar Newyork— y no seremos un solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros dioses —los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.

Stephen Vincent Benét, Junto a las aguas de Babilonia.


Stephen Vincent Benét