Manuel Moya, Sesión de magia

Sesión de magia.
Señoras y caballeros, vengo expresamente desde el mismísimo cuerno del África Tropical para mostrarles en vivo y en directo el poder de la magia y de ustedes mismos. Sé que han visto salir de otras chisteras, conejos, avestruces, hipopótamos, pavos reales, diputados, jueces con pelucas, marquesas decapitadas... Aun así, sé que ustedes no creen en la magia y yo he venido aquí desde el mismísimo Cuerno del África para tratar de demostrar cuán equivocados están. Miren, sólo me atrevo a pedirles una cosa: permanezcan atentos. No se dejen embaucar por mi verborrea ni por mis chistes malos. Duden hasta de mi sombra, si es preciso. Vean, sin embargo que en mis manos no escondo nada. Observen: nada de nada. Manos limpias, impolutas, blancas. Pero no se corten. Mírenlas todo el tiempo que quieran: nada. Digan conmigo lo que ven: NA DA. Repítanlo conmigo: NA DA, nada, así me gusta. Hacía tiempo que no tenía un público tan gentil y maravilloso. Absolutely nothing, que dirían los políglotas. Sé lo que están pensando. Claro, cuando este tío habla tanto de sus manos, es que lleva algo en la chistera. En la chistera está el truco, como siempre. Pero se equivocan. En la chistera no hay nada. Podría dejarla en el camerino, pero un mago sin chistera es como un buzo sin escafandra o un artista porno sin…, ustedes ya me entienden. En la chistera, puedo asegurárselo, no hay nada. Está completamente vacía... por el momento. Miren. Le doy la vuelta. ¿Ven? Nada. NA DA. Ni en mi mano ni en mi chistera hay nada. Ambos estamos limpios. Todavía no sé cómo es que llegamos a fin de mes. ¿Saben ustedes el chiste del fontanero y el tigre? Pues esto era que una vez había un tigre, quiero decir, un fontanero... pero, bah, dejemos el chiste del tigre para luego. Les mostraré la chistera despacio, muy despacio, para que la observen mejor. ¿Alguien ha visto una chistera por dentro? ¿Nadie? Puedo asegurarles que una chistera no tiene mucho que ver. Un forro de tela, las orejas de un conejo, la cola de algún caimán, plumas de palomas. Créanme: lo normal en una chistera. Claro que el que yo insinúe que no hay nada sospechoso, hará que ustedes justamente comiencen a sospechar. Usted, por ejemplo caballero. Sí, usted, el del jersey rojo. Creo que usted no está muy convencido de lo que digo, ¿me equivoco? Venga, sí, sí, no se corte, caballero, acompáñeme si quiere. Aquí no matamos a nadie. Cuando más, lo guardamos en la chistera. Pero, ¿viene o no viene? Ande y no sea tímido. Muy bien, muy bien. Vamos, vamos, un aplauso para el caballero, por favor. Premiemos con un fuerte aplauso la audacia y la natural desconfianza del caballero. Bien, quédese ahí. No toque la chistera, no vaya a morderle. Mi seguro no cubre las mordeduras de chistera. Bien, dígame cómo se llama. Sí, claro, el suyo: mi nombre lo sabe todo el mundo. Oquéi, Pablo. El señor Pablo. ¿Le he contado alguna vez el chiste del fontanero y el tigre, señor Pablo? Recuérdemelo más tarde, pero ahora, hágame el favor, póngase a mi lado. No tenga miedo. Al último de mis ayudantes lo enterramos con todos los honores, sin ahorrar en gastos. Póngase cómodo y observe mis manos. Tómese su tiempo. Cójalas. Levántelas. Por cierto, ¿nos conocemos usted y yo de algo? Lo digo porque veo que se toma tantas confianzas... Bah, bah, bah, no entre usted en detalles. ¿Verdad, mi querido Pablo, que no nos conocemos de nada? Como si estuviera usted en su casa, claro que sí. Bien. El caballero Pablo está a punto de aclararles si hay o no hay algo en mis manos. Tómese su tiempo. Coja ahora la chistera, pero con cuidado; ya le he dicho... Están en manos de un hombre profundamente desconfiado. Tendrán que fiarse de él. De acuerdo. ¿Ve usted algo anómalo en la chistera o en mis manos? ¿Considera el señor Don Pablo que ya ha mirado suficientemente mis manos y mi chistera? Bien. ¿Tiene ya un juicio al respecto? No, por favor, tómese su tiempo. Si le parece puedo aprovechar para contar el chiste del fontanero y el tigre. ¿Puedo continuar, entonces? Bien. Por un momento he temido que llamara a los del CSI. No, no, quédese hasta el final, si no le importa. Descuide. Ha pasado usted lo peor. Si ha sobrevivido a la inspección de la chistera, puede usted respirar tranquilo. Muchos se quedan aquí. Tuve un ayudante que se perdió en la chistera. Su mujer me ha puesto un pleito, pero me dejaron libre no por falta de pruebas, sino porque a la buena mujer ya no le interesaba que apareciera su marido. Otro perdió la cabeza. Literalmente. Tuvimos que prestarle una de su número. Gajes del oficio, se entiende. Tomo, pues, con mucho cuidado la chistera. Es una chistera de las buenas. Llevo quince años con ella y ni una queja. Se la compré a un ministro inglés y me dijo que con ella puesta nunca le había faltado un par de fajos de billetes en la cartera. Conmigo es más modesta. Quizás es que no nos conocemos lo suficiente. Pero, bah, descuide: si de la chistera fuese a salir un cocodrilo, tampoco yo estaría aquí. Bien. Nada en mis manos y nada en mi chistera. Este es el quid de la cuestión. Le ruego que me mire fijamente, que no me pierda de vista ni un momento. Ustedes también, claro. Por cierto, ¿les he contado ya el chiste del fontanero y el piano? Mírenme las manos: nada. Miren la chistera: nada. Pero a ver, a ver, un inciso... permítanme un inciso todavía. Estamos a punto de llegar al final. Antes de seguir quiero saber, señor Pablo, si debe usted algo o si tiene usted firmada alguna hipoteca. Imagínese que de la chistera saliera un vecino que le reclama sesenta mil euros o que un banco... Imagine que sale un juez con un pelucón fumándose un puro, un par de agentes de policía que vienen a meterlo en el talego. Imagine que saliera un terrorista islámico, un leopardo albino, un payaso con un motosierra. La cosa es seria. Podríamos dejarlo aquí. El público lo comprendería. Siempre es mejor un gatillazo mágico que un desastre, no sé si me sigue. Podemos dejarlo aquí. Señores, yo he hecho un largo viaje desde el mismísimo Cuerno del África, pero estoy dispuesto a dejar la cosa donde me digan. El público siempre es el que manda. Si a este buen hombre le muerde una anaconda o le pasa por encima una zarabanda de caníbales no quiero reclamaciones. Por cierto, antes de que nos precipitemos hacia el desenlace, les tenía prometido un cuento: el del fontanero y la cigala, ¿recuerdan? Esto era un fontanero, quiero decir, una de estas cigalas cigalas, que no caben en un plato, muy ufana ella, muy despampanante y muy, no sé cómo decirlo... Bueno, bah, mejor acabar de una vez con esto y luego, si es que salimos indemnes, contamos el chiste de la dichosa cigalita, pero permítame recordarle, querido Pablo, que estamos aún a tiempo. Usted sería el primero en caer, pero veo que está tranquilo, que es usted, aparte de desconfiado, valiente. Vaya una cosa por otra. Bueno, no nos demoremos más y acabemos cuanto antes. Observe atentamente mis manos. Nada en las mangas de la camisa, nada en la chistera. Un momento de silencio, por favor. ¿Sabe usted imitar el redoble del tambor? Inténtelo al menos, no sea usted tímido. Yo le sigo. Trrrrrrrrrrrrrrrrrr. Así, muy bien, aunque si me permite que se lo diga, le da usted tono de entierro. Otra vez. Trrrrrrrrrrrrrr. Ya. Mucho, mucho mejor. Mire, ya lo siento, aquí llega. Trrrrrrrrrrrrr. Aquí llega. Miren. Abran los ojos. Pido un gran aplauso para este cuento que acaba de aparecer ante sus ojos. Ya se lo advertí, son ustedes los verdaderos magos. Gracias, muchas gracias.

Manuel Moya, Sesión de magia.

Manuel Moya

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