Philip Roth, El defensor de la fe

El defensor de la fe.
En mayo de 1945, transcurridas sólo unas semanas desde la finalización de la guerra en Europa, me reexpidieron a Estados Unidos, donde pasé el resto de la guerra integrado en una compañía de instrucción militar, en Camp Crowder, Misuri. Junto con el resto del Noveno Ejército, había cruzado Alemania tan deprisa, a finales de invierno y durante la primavera, que cuando subí al avión no podía creer que nuestro punto de destino estuviera situado en el oeste. Mi mente me indicaba otra cosa, pero cierta inercia del espíritu me decía que íbamos a despegar hacia algún nuevo frente, donde, tras desembarcar, seguiríamos con nuestro empuje hacia el este: siempre hacia el este, hasta dar la vuelta al mundo, pasando por pueblos en cuyas calles tortuosas y empedradas el enemigo estaría mirándonos mientras tomábamos posesión de lo que hasta ese momento consideraba suyo. Había cambiado lo suficiente, en dos años, como para que no me hicieran efecto los temblores de los ancianos, los llantos de los muy jóvenes, la incertidumbre y el miedo en los ojos de quienes antes fueron altivos. Había tenido la suerte de que el corazón se me volviera militar, de esos que son como los pies, que al principio duelen y se hinchan, pero al final les crecen las suficientes durezas como para que el soldado pueda transitar por los más raros caminos sin experimentar el menor sentimiento.
En Camp Crowder estuve a las órdenes del capitán Paul Barrett. El día en que me presenté, salió de su despacho para estrecharme la mano. Era de baja estatura, bronco, de temperamento exaltado y —tanto al descubierto como bajo techado— siempre llevaba el casco muy pulido, y con el recubrimiento interior bajado hasta los pequeños ojos. En Europa había conseguido un ascenso por méritos de guerra y una herida grave en el pecho, y sólo hacía unos meses que lo habían enviado de vuelta a Estados Unidos. Se dirigió a mí con llaneza, y, a última hora de la tarde, cuando formaron las compañías, me presentó a la tropa:
—Caballeros —dijo—, el sargento Thurston, como bien saben, ya no forma parte de esta compañía. El sargento Nathan Marx, aquí presente, ocupará su puesto. Es un veterano de los frentes europeos y, por consiguiente, espera encontrar aquí una compañía de soldados, no una compañía de muchachitos.
Aquella noche me quedé hasta muy tarde en oficinas, tratando, sin mucho entusiasmo, de resolver el enigma de los turnos de guardia, los impresos de personal y los informes matutinos. El encargado de oficinas dormía con la boca abierta en un colchón extendido en el suelo. Un recluta leía las órdenes del día siguiente, que estaban puestas en un tablón, nada más pasar la puerta mosquitera. Era una noche cálida, y de los cuarteles me llegaba la música bailable de las emisoras de radio. El recluta, que llevaba un rato mirándome cuando creía que no me daba cuenta, acabó por acercárseme.
—Oiga, mi sargento, ¿hay guateque de reclutas mañana por la noche? —me preguntó.
Un guateque de reclutas consiste en limpiar los cuarteles.
—¿Los tenéis habitualmente los viernes por la noche? —le pregunté.
—Sí —dijo él; y luego añadió, misteriosamente—: Ahí está la cosa.
—Pues entonces sí, habrá guateque de reclutas.
Se dio media vuelta, y oí que murmuraba algo. Le temblaban los hombros, y me pregunté si estaría llorando.
—¿Cómo te llamas, soldado? —le pregunté.
Se volvió, sin llorar para nada. Al contrario: sus ojos salpicados de verde, alargados y estrechos, destellaban como peces al sol. Se acercó a mí y se sentó en el borde de mi mesa. Me tendió la mano:
—Sheldon —dijo.
—Estate de pie, Sheldon.
Apartándose de la mesa, completó:
—Sheldon Grossbart.
Sonrió, como disculpándose por la familiaridad que me había impuesto.
—¿Tienes algo en contra de limpiar los cuarteles el viernes por la noche, Grossbart? —le dije. A lo mejor es que no deberíamos celebrar guateques para reclutas. Sería mejor que contratáramos una doncella.
Mi tono me sorprendió. Sonaba exactamente igual que cualquiera de los sargentos mayores con quienes había tratado en mi vida.
—No, mi sargento.
Se puso serio, pero con una seriedad que más bien parecía una sonrisa contenida.
—Es sólo que… Ir a organizar los guateques de reclutas precisamente los viernes por la noche…
Volvió a situarse contra la esquina de la mesa, sin acabar de sentarse ni de estar de pie. Me miró con esos ojos que tenía, llenos de manchitas y destellantes, y luego hizo un gesto con la mano. Fue muy leve —no pasó de un movimiento de muñeca, hacia atrás y hacia delante, pero bastó para excluir de nuestros asuntos todo el resto del cuarto de oficinas, para convertirnos a ambos en el centro del mundo. De hecho, parecía excluir también todo lo que nos concernía, menos el corazón.
—El sargento Thurston era una cosa —susurró, echando una ojeada al encargado de oficinas—, pero todos pensábamos que con usted aquí todo cambiaría un poco.
—¿Quiénes sois todos?
—Los judíos de aquí.
—¿Por qué? —le pregunté, con aspereza. ¿Qué habéis pensado?
Aún me duraba lo de «Sheldon», o por cualquier otra cosa, no tuve tiempo de planteármelo, pero, desde luego, estaba irritado.
—Todos pensamos que usted… Pues eso, Marx, como Karl Marx. Como los hermanos Marx. M-a-r-x. Qué tíos más grandes. ¿Es así como se escribe su apellido, mi sargento?
—M-a-r-x.
—Fishbein dijo que…
Se detuvo.
—Lo que quiero decir, sargento…
Se le pusieron rojos el cuello y la cara, y se le movía la boca, pero de ella no salían palabras. Al momento se puso firmes, mirándome desde lo alto de su estatura. Era como si de pronto hubiera llegado a la conclusión de que no podía esperar de mí más simpatía que de Thurston, y ello porque yo pertenecía a la fe de Thurston, no a la suya. El joven se las había apañado para equivocarse en lo tocante a mi verdadera fe, pero no me sentí con ánimo para sacarlo del error. Muy sencillamente dicho: el tipo no me caía bien.
Dado que yo me limitaba a devolverle la mirada, acabó hablando, en otro tono:
—Mire, mi sargento —me explicó—: los viernes por la noche, los judíos se supone que tenemos que asistir a los oficios religiosos.
—¿Os dijo el sargento Thurston que no podíais asistir a los oficios religiosos cuando tocaba guateque de reclutas?
—No.
—¿Os dijo que teníais que quedaros a fregar los suelos?
—No, mi sargento.
—¿Os dijo el capitán que teníais que quedaros a fregar los suelos?
—No es eso, mi sargento. Son los demás compañeros del cuartel —se inclinó hacia mí. Piensan que nos escaqueamos. Y no nos escaqueamos. El viernes por la noche es cuando los judíos asistimos a los oficios religiosos. Estamos obligados.
—Pues asistid.
—Pero es que los compañeros nos lo echan en cara. No hay derecho.
—Eso no es problema del Ejército, Grossbart. Es un asunto personal que tendréis que solucionar por vuestros propios medios.
—Pero es injusto.
Me puse en pie para marcharme.
—No hay nada que yo pueda hacer al respecto —dije.
Grossbart se puso tenso y permaneció delante de mí.
—Pero es que se trata de una cuestión religiosa, señor.
—Sargento —dije yo.
—Eso quise decir, mi sargento —dijo, casi gruñendo.
—Mira, más vale que habléis con el capellán. Si queréis ver al capitán Barrett, yo hablo con él.
—No, no. No quiero líos, mi sargento. Eso es lo primero que te recriminan. Sólo quiero lo que me corresponde por derecho.
—Maldita sea, Grossbart, deja ya de llorar. Ya tienes lo que te corresponde por derecho. Puedes quedarte a fregar los suelos o puedes ir a la shul…[en el original, en yiddish: sinagoga].
Se le caldeó de nuevo la sonrisa. Le brillaba la saliva en las comisuras de la boca.
—Querrá usted decir iglesia, mi sargento.
—¡Quiero decir shul, Grossbart!
Pasé a su lado y salí. No lejos, oí el crujido de las botas de un centinela sobre la gravilla. Por las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veían chicos en camiseta y pantalones de faena, sentados en sus catres, limpiando los fusiles. De pronto, oí un ligero ruido a mis espaldas. Me di la vuelta y vi la oscura silueta de Grossbart corriendo hacia los cuarteles, a decirles a sus amigos judíos que tenían razón, que yo era de los suyos, tanto como Harpo, tanto como Karl.
A la mañana siguiente, charlando con el capitán Barrett, le referí el incidente de la noche anterior. Por el modo de contárselo, el capitán debió de entender que lo que yo hacía no era exponerle la postura de Grossbart, sino defenderla.
—Marx, soy capaz de pelear con un negro al lado, si el hombre me ha demostrado su valor. Me enorgullezco de poseer una mentalidad muy abierta —dijo, mirando por la ventana—. De manera que aquí nadie es objeto de trato especial, sargento, ni para lo bueno ni para lo malo. Lo único que hay que hacer es demostrar lo que se vale. Si un soldado destaca en los ejercicios de tiro, le doy un permiso de fin de semana. Si destaca en los ejercicios físicos, permiso de fin de semana. Porque se lo ha ganado.
Apartó los ojos de la ventana y me señaló con el dedo.
—Usted es judío, Marx, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Y yo lo admiro. Lo admiro por las condecoraciones que lleva en ese pasador del pecho. Yo juzgo a los hombres por lo que hacen en el campo de batalla, sargento. Por lo que tiene aquí —dijo, y luego, en contra de lo que yo había supuesto, es decir que se pondría la mano en el corazón, se señaló con el dedo pulgar los botones que hacían lo posible por mantenerle la tripa dentro de la camisa. Redaños —dijo.
—Muy bien, señor. Sólo quería ponerlo a usted al corriente de lo que dice la tropa.
—Señor Marx, va usted a envejecer antes de tiempo si se preocupa tanto de lo que dice la tropa. Deje eso en manos del capellán. Es cosa suya, no nuestra. Nosotros, lo que tenemos que hacer es enseñarles a esos chicos a disparar como es debido. Si los judíos piensan que los demás los acusan de dar gato por liebre… Pues qué quiere que le diga, no lo sé. Me parece un cachondeo que así, de pronto, el Señor se haya puesto a darle voces en el oído al soldado Grossbart y al hombre no le quede más remedio que marcharse corriendo a la iglesia.
—A la sinagoga —dije yo.
—Sinagoga es lo que hay que decir, sargento. Me lo apuntaré en un papelito, para no olvidarme la próxima vez. Gracias por tenerme al corriente.
Aquella tarde, cuando faltaban unos minutos para que la compañía formara delante de las oficinas, para el rancho, di orden de que se me presentara el cabo Robert LaHill. LaHill era un muchacho robusto, de piel atezada, cuyo pelo ensortijado tendía a asomar por todas partes. Tenía un brillo en los ojos que lo hacía a uno pensar en cavernas y dinosaurios.
—LaHill —le dije—, cuando estén formados, recuérdales a todos que pueden asistir a los oficios religiosos cuando se celebren, siempre que informen en oficinas antes de salir del cuartel.
LaHill se rascó la muñeca, pero no transmitió la impresión de haber oído o comprendido nada.
—LaHill —le dije—: iglesia. ¿Te acuerdas? Iglesia, curas, misa, confesión.
Torció un labio hasta darle forma de sonrisa; lo tomé como señal de que, por un momento, se había reincorporado a la raza humana.
—Los judíos que quieran asistir a los oficios esta noche deben presentarse en oficinas a las 19:00, después de romper filas —dije; luego, como si se me acabara de ocurrir, añadí—: Por orden del capitán Barrett.
Un poco más tarde, mientras la última luz del día —la más suave que ese año había visto— empezaba a caer sobre Camp Crowder, me llegó por la ventana la espesa y monocorde voz de LaHill:
—Oído al parche, tropa: que de parte del jefe que hoy a las 19:00, después de romper filas, que los judíos pasen por oficinas, si quieren asistir a la misa judía.
A las siete en punto, miré por la ventana del cuartel de oficinas y vi en el rectángulo polvoriento a tres soldados con el uniforme de paseo. Miraban sus relojes y se removían, inquietos, sin dejar de decirse cosas en voz baja. Estaba oscureciendo, y, solos como estaban en la explanada desierta, se los veía muy pequeñitos. Cuando abrí la puerta, me llegaron de los cercanos cuarteles los ruidos del guateque para reclutas: catres chocando con las paredes, grifos llenando cubos, escobones barriendo el suelo de madera, trapos quitando el polvo para la revista del sábado. Grandes gurruños de trapos frotaban en redondo los cristales de las ventanas. Nada más salir, nada más poner el pie en el suelo, creí oír que Grossbart ordenaba a los demás «¡Firmes!». Aunque también puede ser que al verlos ponerse firmes imaginara yo la orden.
Grossbart dio un paso al frente.
—¡Gracias, señor! —dijo.
—Sargento, Grossbart —le recordé. Deja el señor para los oficiales. Yo no soy oficial. Llevas tres semanas en el Ejército, ya deberías saberlo.
Volvió hacia fuera las palmas de las manos, como para indicarme que él y yo estábamos más allá de todas las convenciones.
—Gracias, de todos modos —dijo.
—Sí —dijo un chico, detrás de él. Muchas gracias.
Y el tercero musitó «gracias», pero apenas se le movieron los labios, de modo que sólo en eso modificó su posición de firmes.
—¿Por qué? —pregunté.
Grossbart resopló de contento.
—Por el comunicado. Lo que nos ha comunicado el cabo. Ha servido. Ha dejado todo…
—Más claro —el muchacho alto terminó la frase de Grossbart.
Grossbart sonrió.
—Quiere decir oficial, señor. Público —me dijo. Ahora no parecerá que nos estamos escaqueando, quitándonos de en medio cuando llega la hora de dar el callo.
—Fue una orden del capitán Barrett —dije yo.
—Bueeeno, pero usted ha puesto un poquito de su parte —dijo Grossbart. Y nosotros se lo agradecemos.
Luego se volvió hacia sus compañeros.
—Sargento Marx, quiero presentarle a Larry Fishbein.
El alto dio un paso al frente y me tendió la mano. Yo se la estreché.
—¿Es usted de Nueva York? —me preguntó.
—Sí.
—Yo también.
Tenía un rostro cadavérico, que se hundía hacia dentro desde las mejillas a la mandíbula, y cuando sonreía —como hizo ante la comprobación de nuestro paisanaje— enseñaba una boca de dientes estropeados. Pestañeaba con mucha frecuencia, como tratando de evitar las lágrimas.
—¿De qué parte? —me preguntó.
Yo me dirigí a Grossbart:
—Pasan cinco minutos de las siete. ¿A qué hora son los oficios?
—La shul —dijo él, sonriente— empieza dentro de diez minutos. Quiero presentarle a Mickey Halpern. Mickey, te presento a Nathan Marx, nuestro sargento.
El tercer muchacho dio un brinco hacia delante.
—Soldado Michael Halpern. A sus órdenes —saludó.
—El saludo es para los oficiales, Halpern —dije yo.
El chico bajó la mano y, con los nervios, de paso, comprobó si tenía bien abrochados los bolsillos de la camisa.
—¿Me ocupo yo de conducirlos, señor? —preguntó Grossbart. ¿O viene usted con nosotros?
Desde detrás de Grossbart, Fishbein soltó:
—Luego dan un refrigerio. Las del cuerpo auxiliar femenino de San Luis, según nos dijo el rabino la semana pasada.
—El capellán —musitó Halpern.
—Nos encantaría que viniese con nosotros —dijo Grossbart.
Para no afrontar su petición, aparté la vista y vi, en las ventanas de los cuarteles, una nube de rostros que nos miraban.
—Marchaos cuanto antes, Grossbart —dije.
—Vale, pues —dijo. Se volvió hacia los demás—: Adelante, paso ligero. ¡Mar!
Emprendieron la marcha, pero a los tres o cuatro metros Grossbart dio media vuelta, corriendo de espaldas, y me dijo:
—Buen shabbus[en el original, en yiddish: Sabbat], señor.
Y a continuación se perdieron los tres en las sombras extranjeras del crepúsculo de Misuri.
Cuando ya habían desaparecido por el campo de instrucción, cuyo verde, ahora, se había vuelto de un azul profundo, seguía oyéndose a Grossbart marcar el paso ligero, y según fue oscureciendo, ello me trajo de pronto un recuerdo profundo —como el sesgo de la luz—, y me vinieron a la memoria los ruidos estridentes de un patio de recreo del Bronx donde, años atrás, junto al Grand Concourse había estado jugando durante largas tardes de primavera parecidas a ésta. Era un recuerdo agradable para un hombre joven que tan lejos se hallaba de la paz y de su casa, y trajo consigo tantos otros fragmentos de memoria, que empecé a ponerme extraordinariamente tierno conmigo mismo. De hecho, me permití una ensoñación tan fuerte, que fue como si una mano se me estuviera metiendo en los adentros, hasta el fondo. ¡Mucho tenía que penetrar para emocionarme! Tenía que dejar atrás aquellos días en los bosques de Bélgica, dejar atrás las muertes que me negué a llorar, dejar atrás las noches en esas casas de campo alemanas en que quemamos los libros para calentarnos, dejar atrás periodos interminables en que me mantuve inaccesible a toda debilidad que pudiera sobrevenirme en el contacto con el prójimo y me las apañé incluso para negarme la postura del conquistador: la fanfarronería en que yo, como judío, bien podía haber incurrido mientras mis botas se abrían paso entre los escombros de Wesel, Münster y Braunschweig.
Pero ahora, bastó un ruido nocturno, un rumor de hogar y tiempo pasado, para que mi memoria se zambullera en todo lo que mantenía anestesiado, para alcanzar lo que de pronto recordé ser yo. De modo que no fue totalmente extraño que, en busca de más yo, me diera por seguir los pasos de Grossbart hasta la Capilla n.° 3, donde se celebraban los oficios judíos.
Me senté en el último banco, que estaba vacío. Dos filas más adelante estaban Grossbart, Fishbein y Halpern, cada uno con un pequeño recipiente blanco en la mano. Cada banco estaba situado a un nivel por encima del anterior, de modo que yo dominaba el recinto entero y veía perfectamente lo que ocurría. Fishbein escanciaba el contenido de su recipiente en el de Grossbart, y era de ver la expresión de gozo que ponía Grossbart mirando el arco de color morado que trazaba el líquido entre la mano de Fishbein y la suya. Bajo la deslumbrante luz amarilla, vi al capellán, en la plataforma delantera, entonando la primera línea de la lectura replicada. Grossbart tenía el libro de oraciones en el regazo, sin abrir, y hacía girar el vino en su copa. Sólo Halpern respondía al canto con sus oraciones. Sujetaba el libro con los cinco dedos de la mano muy separados. Llevaba la gorra calada hasta las cejas, haciéndola, así, adquirir una forma redondeada, parecida a la de una kipá. De cuando en cuando, Grossbart se llevaba la copa a los labios. Fishbein, con su largo rostro amarillento convertido en una especie de bombilla agonizante, miraba a diestra y siniestra, estirando el cuello para ver a los que ocupaban el mismo banco que él, y luego a los de delante, y luego a los de detrás. Al verme a mí, los párpados le tocaron retreta. Le dio un codazo a Grossbart, inclinó la cabeza hacia su amigo, le susurró algo y, luego, cuando le tocó turno de réplica a la congregación, la voz de Grossbart se unió a las demás. Fishbein tenía ahora los ojos puestos en su libro, pero no alcanzaba a mover los labios.
Llegó, finalmente, el momento de beber el vino. El capellán les dedicó una sonrisa mientras Grossbart vaciaba su copa de un solo trago, Halpern saboreaba el vino, meditativo, y Fishbein fingía devoción con una copa vacía.
—Esta noche miro nuestra congregación —dijo el capellán, sonriendo con esta última palabra— y veo muchas caras nuevas, y deseo darles la bienvenida a nuestros oficios vespertinos del viernes, aquí en Camp Crowder. Soy el comandante Leo Ben Ezra, vuestro capellán castrense.
Aun siendo norteamericano, el capellán hablaba con verdadera parsimonia, casi silabeando, como con intención de comunicar, sobre todo, con quienes entre los allí presentes supieran leer los labios.
—Sólo voy a deciros unas palabras antes de pasar a la sala contigua, donde las bondadosas damas del Templo de Sinaí, de San Luis, Misuri, os tienen preparado un agradable piscolabis.
Aplausos y silbidos. Tras una nueva sonrisa momentánea, el capellán alzó las manos, con las palmas hacia fuera y levantando rápidamente los ojos al cielo, como para recordar a la tropa en qué lugar se encontraba y Qué Otro podía hallarse entre los congregados. En el súbito silencio que siguió, me pareció oír que Grossbart cacareaba: «¡Qué limpien el suelo los goyim!». ¿Fueron ésas las palabras? No estaba seguro, pero Fishbein, sonrisueño, le dio con el codo a Halpern. Halpern lo miró con cara de tonto y en seguida volvió a su libro de rezos, que venía manteniéndolo ocupado durante toda la charla del rabino. Una mano tiró del pelo crespo y negro que le asomaba por debajo de la gorra. Sus labios se movieron.
Prosiguió el rabino:
—Es de comida de lo que voy a hablaros un momento. Ya sé, ya sé —entonó, fatigosamente— que en vuestras bocas, las de casi todos, la comida trafe[en el original, en yiddish: cualquier alimento que no sea kósher] sabe a ceniza. Sé que a muchos os dan arcadas, y sé cómo sufren vuestros padres ante la idea de que sus hijos estén comiendo alimentos impuros y que ofenden el paladar. ¿Qué puedo deciros? Lo único que puedo deciros es que cerréis los ojos y os lo traguéis. Comed lo necesario para vuestra supervivencia y tirad lo demás. Ya querría yo seros de más ayuda. Permitidme que os diga, a los que pensáis que todo esfuerzo es inútil, que lo intentéis una y otra vez, pero también que vengáis a verme. Si es tal vuestro grado de repulsión, habrá que buscar ayuda en las instancias más elevadas.
Se inició una ronda de cháchara, que en seguida remitió. A continuación, todos cantaron Ain Kelohainu; a pesar de los años transcurridos, resultó que aún recordaba la letra. Luego, de pronto, una vez concluidos los oficios, Grossbart se me plantó al lado.
—¿Instancias más elevadas? ¿Se refiere al general?
—Bah, Shelly —dijo Fishbein—, es a Dios a quien se refiere.
Se dio un cachete en la cara y se quedó mirando a Halpern.
—¡Todo lo alto que se puede llegar!
—Chist —dijo Grossbart. ¿A usted qué le parece, mi sargento?
—No sé —dije. Mejor le preguntas al capellán.
—Eso voy a hacer. Voy a pedirle cita. Y Mickey también.
Halpern dijo que no con la cabeza.
—No, no, Sheldon…
—Estás en tu derecho, Mickey —dijo Grossbart. No podemos permitir que nos mangoneen.
—No pasa nada —dijo Halpern. A quien le molesta la cosa es a mi madre, no a mí.
Grossbart me miró.
—Anoche vomitó. Por el sofrito de carne picada. Era todo jamón, y sabe Dios qué más.
—Fue por el resfriado. Y ya está —dijo Halpern, tras lo cual hizo que la kipá recuperase su condición de gorra militar.
—¿Y tú, Fishbein? —pregunté yo. ¿Tú también quieres kósher?
El interpelado se ruborizó.
—Un poco. Pero lo dejo estar. Tengo un estómago muy fuerte y, de todas formas, tampoco me atiborro de comida.
Yo me quedé mirándolo, y él alzó la muñeca como en refuerzo de lo que acababa de decir; llevaba la correa del reloj en el último agujero, y me lo hizo ver:
—¿Pero los oficios sí que son importantes para ti? —le pregunté.
Miró a Grossbart.
—Desde luego, señor.
—Sargento.
—Cuando está uno en casa el asunto no tiene tanta importancia —dijo Grossbart, interponiéndose entre nosotros—, pero lejos del hogar, así nos confirmamos en nuestro judaísmo.
—Hay que mantenerse unidos —dijo Fishbein.
Inicié el camino hacia la puerta; Halpern se apartó para dejarme paso.
—Eso es lo que pasó en Alemania —decía Grossbart, en voz lo suficientemente alta como para que yo lo oyera. No permanecieron juntos. Dejaron que los mangonearan.
Di media vuelta.
—Mira, Grossbart: esto es el Ejército, no un campamento de verano.
Él sonrió:
—¿Y?
Halpern trató de escabullirse, pero Grossbart lo agarró del brazo.
—¿Qué edad tienes, Grossbart? —le pregunté yo.
—Diecinueve.
—¿Y tú? —le dije a Fishbein.
—Igual. Hasta somos del mismo mes.
—¿Y aquél? —señalé a Halpern, que había conseguido alcanzar la salida.
—Dieciocho —musitó Grossbart. Pero no sabe ni anudarse el cordón de los zapatos, ni lavarse los dientes solo. Me da mucha pena.
—A mí me da mucha pena de todos nosotros, Grossbart —dije yo—, pero compórtate como un hombre. No te pases.
—¿Pasarme en qué, señor?
—Para empezar, no te pases con lo de «señor» —dije.
Lo dejé ahí plantado. Pasé junto a Halpern, que no me miró. Lo siguiente fue encontrarme en el exterior, pero, a mi espalda, oí a Grossbart decir:
—Eh, Mickey, mi leben, vuelve aquí. ¡Hay refrescos!
¡«Leben»! Lo que me llamaba mi abuela.
Estaba yo en mi puesto trabajando, por la mañana, una semana después, cuando el capitán Barrett me pegó un grito y me ordenó que me presentase en su despacho. Cuando entré, tenía el casco tan encajado, que no conseguí verle los ojos. Estaba hablando por teléfono, y al dirigirse a mí tapó el auricular con la mano:
—¿Quién puñetas es Grossbart?
—Del tercer pelotón, mi capitán —dije yo. Un recluta.
—Y ¿qué es todo esto de la comida? Su madre ha llamado por teléfono a un jodido congresista protestando por la comida.
Destapó el auricular y se subió el casco hasta permitir que le viera las pestañas inferiores.
—Sí, señor —dijo al teléfono. Sí, señor. Sigo aquí, señor. En este mismo momento le estoy preguntando a Marx…
Volvió a cubrir el teléfono y volvió la cabeza hacia mí.
—Piesligeros Harry al aparato —dijo, entre dientes. El congresista llama al general Lyman, que llama al coronel Sousa, que llama al comandante, que me llama a mí. Están muriéndose de ganas de cargarme el muerto. ¿Qué es lo que ocurre? —sacudió el teléfono en el aire. ¿No le doy de comer a la tropa? ¿Qué es todo esto?
—Mire, señor, el tal Grossbart es un tío raro…
Barrett recibió esa noticia con una burlona sonrisa de indulgencia. Probé con otro planteamiento:
—Es un judío muy ortodoxo, mi capitán, y sólo puede comer cierto tipo de alimentos.
—El congresista dice que vomita. Cada vez que come algo, dice su madre, lo devuelve.
—Está acostumbrado a seguir las normas en materia de alimentación, mi capitán.
—Y ¿por qué tiene su mamá que llamar a la Casa Blanca?
—Padres judíos, señor. Tienden a proteger a sus hijos más de lo que usted supone. Quiero decir que los judíos tienen una vida familiar muy fuerte. Cuando el chico se marcha de casa, puede ocurrir que la madre se preocupe muchísimo. Lo más probable es que el chico se lo haya mencionado en una carta, y la madre no lo entendió bien.
—Un buen puñetazo en la boca es lo que le daba yo —dijo el capitán. Tenemos una guerra en marcha, y el tipo exige cubertería de plata.
—No creo que se le pueda echar la culpa al chico, señor. Creo que podemos encarrilar el asunto sólo con preguntarle. Los padres judíos se preocupan…
—Todos los padres se preocupan, por el amor de Dios. Pero no se suben a la parra y empiezan a tirar de todas sus relaciones…
Lo interrumpí, en un tono de voz más elevado y más tenso que antes.
—La vida en familia es muy importante, mi capitán. Pero sí, tiene usted razón, hay momentos en que puede salirse de madre. Es una cosa maravillosa, mi capitán, pero precisamente por ser una relación tan estrecha…
No siguió escuchando mi intento de ofrecer una explicación de la carta que me valiera a mí y le valiese también a Piesligeros Harry. Volvió al teléfono:
—¿Señor? —dijo. Marx, aquí presente, me dice que los judíos tienen tendencia a andar enredando. Según él, podemos resolver el asunto aquí mismo, dentro de la propia unidad… Sí, señor… Volveré a llamarlo, señor, en cuanto me sea posible.
Colgó.
—¿Dónde está la tropa, sargento?
—En el campo de tiro, mi capitán.
Tras atizarse un cacharrazo en el casco, volvió a calárselo hasta los ojos y se arrancó bruscamente de su asiento.
—Vamos a dar un paseo —dijo.
El capitán conducía y yo iba a su lado. Era un caluroso día de primavera y, por debajo de mi inmaculado traje de campaña, era como si las axilas estuviesen derritiéndoseme por el pecho y los costados. Los caminos estaban secos, y cuando llegamos al campo de tiro tenía los dientes llenos de arena, a pesar de haber mantenido la boca cerrada durante todo el trayecto. El capitán echó el freno y me dijo que fuera cagando leches a buscar a Grossbart.
Lo encontré bocabajo, disparando como un loco a un blanco que tenía a ciento cincuenta metros. Tras él, esperando turno, estaban Halpern y Fishbein, este último con un par de gafas de montura de acero que no le había visto antes y que le conferían la apariencia de un viejo buhonero que con gusto le habría vendido a cualquiera no sólo su fusil, sino también todas las cananas de munición que le colgaban del cuerpo. Me mantuve aparte, junto a las cajas de cartuchos, mientras Grossbart terminaba de atomizar los blancos distantes. Fishbein se retrasó un poco para quedar a mi lado.
—Hola, sargento Marx —dijo.
—¿Cómo estás? —respondí yo entre dientes.
—Bien, gracias. Sheldon tiene muy buena puntería.
—No me he fijado.
—Yo no soy tan bueno, pero creo que ya empiezo a cogerle el tranquillo. Mire, mi sargento, no es mi intención hacer preguntas inadecuadas…
El chico se detuvo ahí. Estaba tratando de alcanzar cierto grado de intimidad conmigo, pero el ruido de los disparos lo obligaba a gritar.
—¿De qué se trata? —le pregunté.
Al otro extremo del campo de tiro, vi al capitán Barrett de pie en el jeep, recorriendo la fila con la mirada, buscándonos a Grossbart y a mí.
—Mis padres no paran de preguntarme que adónde vamos —dijo Fishbein. Todo el mundo dice que al Pacífico. A mí me da igual, pero mis padres… Si hubiera modo de tranquilizarlos, seguro que podría concentrarme más en las prácticas de tiro.
—No sé adónde, Fishbein. Lo que tienes que hacer es concentrarte.
—Sheldon dice que usted quizá pueda averiguarlo.
—No sé nada de nada, Fishbein. Tómatelo con calma y que Sheldon no…
—Pero si yo me lo tomo con calma, mi sargento. Es en mi casa…
Grossbart había terminado ya y se sacudía el polvo del uniforme de campaña con una sola mano. Le di una voz:
—¡Grossbart! ¡El capitán quiere verte!
Se acercó a nosotros. Le centelleaban los ojos, resplandecientes.
—Hola —dijo.
—No apuntes con el fusil —le dije.
—No voy a pegarle un tiro, mi sargento —me dedicó una sonrisa tamaño calabaza y apartó el cañón.
—Vete al diablo, Grossbart, esto no es un juego. ¡Sígueme!
Eché a andar por delante de él, con la espantosa sensación de que, en pos de mí, Grossbart iba marcando el paso, con el fusil al hombro, como si fuera mi destacamento unipersonal. Una vez en el jeep, saludó al capitán con el arma.
—Soldado Sheldon Grossbart, a sus órdenes, señor.
—Descanse, Grossman.
El capitán se dejó caer hasta quedar instalado en el asiento del jeep y con el dedo índice hizo señal a Grossbart de que se acercara.
—Bart, señor. Sheldon Grossbart. Todo el mundo se equivoca.
Grossbart me hizo un gesto de complicidad con la cabeza: yo lo comprendía. Aparté la mirada en el preciso momento en que el camión del rancho se detenía en el campo de tiro y desembarcaba a media docena de soldados de cocina, con las camisas arremangadas. El sargento la emprendió a voces con ellos, mientras montaban lo necesario para el rancho.
—Grossbart, tu mamá le ha escrito a un congresista diciéndole que no te damos bien de comer. ¿Lo sabías? —dijo el capitán.
—Fue mi padre, señor. Le comunicó por escrito al senador Franconi, que es nuestro representante, que mi religión me impide comer determinados alimentos.
—¿De qué religión hablamos, Grossbart?
—La judía.
—La judía, señor —le dije yo a Grossbart.
—Perdón, señor. La judía, señor.
—¿De qué has vivido hasta ahora? —le preguntó el capitán. Llevas un mes en el Ejército. Y no me parece a mí que te estés cayendo a pedazos.
—Como porque no me queda más remedio, señor. Pero el sargento Marx puede atestiguar que no como un bocado más de lo necesario para mi supervivencia.
—¿Es así, Marx? —me preguntó Barrett.
—Nunca he visto comer a Grossbart, señor —dije.
—Ya oyó usted lo que nos dijo el rabino —dijo Grossbart. Y yo sigo sus instrucciones.
El capitán me miró.
—¿Y bien, Marx?
—Repito que no sé lo que come o deja de comer, señor.
Grossbart alzó las manos como para suplicarme, y por un momento dio la impresión de que me iba a dar el fusil para que se lo sujetara.
—Pero, mi sargento…
—Mira, Grossbart, limítate a contestar a las preguntas del capitán —le dije tajantemente.
Barrett me sonrió, y me sentó fatal.
—Muy bien, Grossbart —dijo—, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres la blanca? ¿Quieres marcharte?
—No, señor. Sólo quiero que se me permita vivir como judío. Y a los demás también.
—¿Quiénes son los demás?
—Fishbein y Halpern, señor.
—O sea que no os gusta el servicio, ¿verdad?
—Halpern vomita, señor. Lo he visto yo.
—Creí que eras tú el que vomitaba.
—A mí sólo me ha ocurrido una vez, señor. Me comí una salchicha sin darme cuenta de lo que era.
—Vamos a preparar menús, Grossbart. Os pondremos documentales, para que aprendáis a identificar lo que os damos para envenenaros.
Grossbart no respondió. La tropa, en fila de a dos, estaba formada para el rancho. Al final de una de las filas localicé a Fishbein, o más bien sus gafas me localizaron a mí. Me devolvieron un guiño de sol. A su lado estaba Halpern, pasándose un pañuelo caqui por el interior del cuello de la camisa. Avanzaban con la cola, acercándose ya a los pucheros. El sargento de cocina seguía gritándoles a sus muchachos. Por un momento, quedé literalmente aterrorizado ante la idea de que el sargento de cocina fuera a verse involucrado en el problema de Grossbart.
—Marx —dijo el capitán—, tú eres judío, ¿verdad?
Jugué a ser un hombre franco y directo:
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo llevas en el Ejército? Díselo a este chico.
—Tres años y dos meses.
—Un año en primera línea, Grossbart. Doce putos meses en primera línea por toda Europa. Admiro a este hombre.
El capitán me dio un golpecito en el pecho con el interior de la muñeca.
—¿Le has oído decir ni pío sobre la comida? ¿Le has oído? Quiero una respuesta, Grossbart. Sí o no.
—No, señor.
—Y ¿por qué no? ¿No hemos quedado en que es judío?
—Hay cosas que les importan más a unos judíos que a otros.
Barrett explotó.
—Mira, Grossbart. Marx, aquí presente, es un buen hombre; un puñetero héroe. Cuando tú aún estabas en el instituto, él ya andaba por ahí matando alemanes. ¿Quién hace más por los judíos: tú, devolviendo por un miserable pedacito de salchicha, por un trocito de carne de primera, o Marx, matando a todos esos nazis hijos de puta? Yo, si fuera judío, iría besando por donde pisa este hombre, Grossbart. Es un puñetero héroe, y se come sin rechistar todo lo que le ponemos delante. Y lo que yo quiero saber es por qué tienes tú que venirnos con pegas. ¿Qué es lo que te estás trabajando? ¿La licencia?
—No, señor.
—¡Es como hablar con una pared! Quítemelo de delante, sargento —Barrett se instaló de nuevo en el asiento del conductor. Voy a ver al capellán.
Rugió el motor, el jeep dio media vuelta en un remolino de polvo y, con él, el capitán emprendió el viaje de regreso al campamento.
Grossbart y yo permanecimos un momento codo con codo, mirando cómo se alejaba el jeep. Luego, me miró y me dijo:
—No quiero crear problemas. Eso precisamente es lo primero que nos echan en cara.
Mientras hablaba, observé que tenía unos dientes blancos y rectos, y ello me hizo comprender, de pronto, que Grossbart tenía padres, que de verdad tenía padres —que alguien, alguna vez, lo había llevado al dentista, y que el hijo de ese alguien era Sheldon. Por mucho que hablara y dijese de sus padres, resultaba difícil creer en la existencia del Grossbart niño y heredero, del Grossbart unido a alguien por vínculos de sangre, a un padre, a una madre o, menos que a nadie, a mí. Este descubrimiento me llevó al siguiente:
—¿A qué se dedica tu padre, Grossbart? —le pregunté, cuando echábamos a andar hacia la cola del rancho.
—Es sastre.
—¿Es norteamericano?
—Ahora sí. Tiene un hijo en el Ejército —dijo, en tono de broma.
—¿Y tu madre? —le pregunté.
Me guiñó un ojo.
—Ballabusta[en el original, en yiddish: ama de casa]... Puede decirse que duerme con el trapo del polvo en la mano.
—¿También ella es inmigrante?
—A estas alturas, aún no habla más que yiddish.
—¿Y tu padre, lo mismo?
—Chamulla un poco el inglés. «Lavado», «planchado», «meter pantalones». Hasta ahí llega. Pero son muy buenos conmigo.
—Entonces, Grossbart…
Alargué el brazo e hice que se detuviera. Él se volvió hacia mí, y cuando se encontraron nuestros ojos, los suyos dieron la impresión de estremecerse dentro de las cuencas.
—Entonces, Grossbart, eres tú quien escribió esa carta, ¿verdad?
La felicidad tardó un par de segundos en resplandecer de nuevo en sus ojos.
—Sí.
Siguió caminando, y yo con él.
—Es lo que mi padre habría escrito si hubiera sabido escribir. Pero, eso sí, era su nombre. Él firmó. Incluso echó la carta al correo. Se la mandé desde aquí, para que llevara matasellos de Nueva York.
Yo estaba atónito, y Grossbart se dio cuenta. Con absoluta seriedad, me puso delante el brazo derecho:
—La sangre es la sangre, mi sargento —dijo, pellizcándose la vena azul de la muñeca.
—¿Qué diablos pretendes, Grossbart? —le pregunté. Te he visto comer. ¿Lo sabes? Le he dicho al capitán que no sé lo que comes, pero te he visto devorar el rancho como un auténtico lobo.
—Aquí se trabaja duro, mi sargento. Estamos en periodo de instrucción. Hay que echar leña al horno.
—¿Por qué dices en la carta que te pasas el día vomitando?
—Ahí era a Mickey a quien me refería. Hablaba en su nombre. Él nunca escribiría, y mire que se lo he pedido. En los puros huesos, se habría quedado ya, sin mi ayuda. Mire, mi sargento, he utilizado mi nombre, que es el de mi padre, pero la carta también vale para Mickey y para Fishbein.
—Estás hecho un auténtico mesías, vaya.
Ya estábamos en la cola del rancho.
—Muy bueno, mi sargento —dijo, sonriente. Pero ¿quién sabe? ¿Quién puede decirlo? A lo mejor, resulta que el auténtico mesías es usted. Lo que dice Mickey, que el mesías es una noción colectiva. Mickey fue una temporada a la yesibá [en el original, en yiddish: escuela o academia de estudios rabínicos]. Lo que él dice es que el mesías somos todos a una. Un poquito yo, otro poquito usted. Tendría usted que oír a ese chico hablando, mi sargento, cuando se pone.
—Un poquito yo, otro poquito usted —dije yo. Te encantaría creerlo, ¿verdad, Grossbart? Así te resultaría todo clarísimo.
—No parece que sea algo muy malo de creer, mi sargento. A fin de cuentas, lo único que quiere decir es que todos tenemos que aportar un poco.
Me fui a comer el rancho con los demás suboficiales.
Dos días después vino a aterrizar en mi mesa una carta dirigida al capitán Barrett. Había seguido la cadena de mando: del despacho del congresista Franconi, a quien iba dirigida, al general Lyman, al coronel Sousa, al comandante Lamont y ahora al capitán Barrett. La leí dos veces. Llevaba fecha de 14 de mayo, que era el día en que Barrett habló con Grossbart en el campo de tiro.
Apreciado congresista:
En primer lugar, permítame agradecerle el interés que ha puesto usted en mi hijo, el soldado Sheldon Grossbart. Afortunadamente, pude hablar por teléfono con él, el otro día, y me parece que he podido resolver nuestro problema. Como ya le dije en mi carta anterior, Sheldon es un chico muy religioso, y me costó mucho trabajo convencerlo de que lo más religioso, en este caso —lo que el propio Dios quería que mi hijo hiciese—, era padecer la angustia de la contrición religiosa por el bien de este país y de la humanidad entera. Me costó lo suyo, congresista, pero Sheldon acabó viendo la luz. De hecho, lo que dijo (anoté sus palabras en un papel, para no olvidarlas nunca), lo que dijo fue: «Creo que tienes razón, papá. Son tantos los millones de camaradas judíos que han dado su vida combatiendo, que lo menos que puedo hacer es vivir una temporada con disminuido rigor los preceptos de mi fe, para así acabar cuanto antes con esta guerra y devolver la dignidad y la condición humana a todos los hijos del Señor». Unas palabras, congresista, de las que cualquier padre se sentiría orgulloso.
Por cierto que mi hijo quiso comunicarme —para que yo se lo comunicara a usted— el nombre del militar que tanto contribuyó a que él tomase esta decisión: el SARGENTO NATHAN MARX. El sargento Marx es un veterano del frente a cuyas órdenes está ahora Sheldon. Este hombre ha ayudado a Sheldon a superar los primeros obstáculos que se alzaron ante él al entrar en el Ejército, y, en parte, es responsable de que Sheldon haya cambiado de opinión en lo tocante a los preceptos alimenticios. A Sheldon, me consta, le encantará que el sargento Marx vea reconocida su tarea.
Gracias y buena suerte. Espero ver su nombre en las listas, cuando lleguen las próximas elecciones.
Respetuosamente,
Samuel E. Grossbart
Adjunto a la carta de Grossbart iba un comunicado dirigido al general Marshall Lyman, comandante del puesto, y firmado por el congresista Charles E. Franconi, de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. En el comunicado se ponía en conocimiento del general Lyman que el sargento Nathan Marx era motivo de orgullo para el Ejército de Estados Unidos y para el pueblo judío.
¿Por qué se había retractado Grossbart? ¿Creyó haber ido demasiado lejos? ¿Era aquella carta una retirada estratégica, un hábil intento de fortalecer lo que él consideraba su alianza conmigo? ¿O de veras había cambiado de opinión, por acción de un diálogo imaginario entre Grossbart père y Grossbart fils? No lo tenía yo del todo claro, pero la perplejidad sólo me duró unos días, esto es: hasta que me di cuenta de que, fueran cuales fueran sus razones, el hecho era que había decidido desaparecer de mi vida: a partir de entonces, se avendría a ser un recluta más entre los reclutas. Lo vi al pasar lista, pero no pestañeó; en el rancho, pero jamás dio señal de percibir mi presencia. Los domingos se sentaba con los demás reclutas a ver a los suboficiales jugar al softball, conmigo haciendo de lanzador, pero jamás me dirigió una palabra que no fuera indispensable. También Fishbein y Halpern se retiraron —por orden de Grossbart, estoy seguro. Aparentemente, había comprendido que lo más sensato era volver la espalda antes de incurrir en la indignidad del privilegio inmerecido. Nuestro distanciamiento me permitió perdonarle los anteriores contactos e incluso terminar admirándolo por su buen sentido.
Entretanto, liberado de Grossbart, me fui acostumbrando a mi puesto y a mis tareas administrativas. Un día me subí a una báscula y descubrí que ya era un auténtico hombre de retaguardia: había engordado más de tres kilos. Hallé paciencia para pasar de las tres primeras páginas de un libro. Pensaba cada vez más en el futuro, y escribía cartas a chicas que había conocido antes de la guerra. Hubo incluso alguna que me contestó. Escribí a la Universidad de Columbia solicitando el programa de la facultad de Derecho. Seguí al tanto de la guerra del Pacífico, pero ya no era mi guerra. Me pareció que ya se vislumbraba el final, y a veces, por la noche, en sueños, me veía caminando por las calles de Manhattan —Broadway, la Tercera Avenida, la calle 116, donde viví durante los tres años que pasé estudiando en Columbia. Me fui envolviendo en esos sueños y empecé a ser feliz.
Y entonces, un domingo, en ausencia de todo el mundo, estando yo en mi puesto de trabajo, leyendo un Sporting News con más de un mes de retraso, Grossbart volvió a aparecer.
—¿Le gusta a usted el béisbol, mi sargento?
Levanté la cabeza.
—¿Cómo estás?
—Bien —dijo Grossbart. Están haciendo de mí un auténtico soldado.
—¿Qué tal les va a Fishbein y Halpern?
—Van tirando —dijo él. Esta tarde no tenemos instrucción. Se han ido al cine.
—Y ¿cómo es que tú no te has ido con ellos?
—Tenía ganas de pasar a saludarlo a usted.
Sonrió: una sonrisa de chico normal, como si ambos supiéramos muy bien que nuestra amistad se nutría de visitas inesperadas, cumpleaños recordados, cortacéspedes prestados. Al principio me ofendí, pero en seguida se me pasó tal sensación, superada por la incomodidad general que me producía la idea de que todos los demás del campamento estaban encerrados en un oscuro cine, mientras yo permanecía allí con Grossbart. Cerré el periódico.
—Mi sargento —dijo él—, quiero pedirle un favor. Se lo digo sin ambages: un favor.
Hizo un alto, para permitirme el rechazo de entrada, sin escucharlo; con lo cual, claro está, me obligó a comportarme con una amabilidad que no entraba en mis previsiones.
—Adelante.
—Bueno, de hecho son dos favores.
No dije nada.
—El primero es por los rumores esos que corren. Todo el mundo dice que nos mandan al Pacífico.
—Como ya le dije a tu amigo Fishbein, no lo sé —dije. Tendrás que esperar para enterarte. Como todos los demás.
—Según usted, ¿hay alguna posibilidad de que a algunos nos manden al este?
—¿A Alemania? —dije. Puede ser.
—Quiero decir Nueva York.
—No lo creo, Grossbart. A priori.
—Gracias por la información, mi sargento —dijo él.
—No es ninguna información, Grossbart. Mera conjetura.
—Sería estupendo estar cerca de casa, desde luego. Por mis padres, ya sabe usted…
Dio un paso en dirección a la salida y de inmediato lo deshizo.
—Ah, lo otro. ¿Puedo pedirle el otro favor?
—¿De qué se trata?
—Lo otro es… Bueno, tengo familia en San Luis, y me ofrecen una cena de pascua de esas de no te menees, si voy a verlos. Dios, mi sargento, es algo que significaría muchísimo para mí.
Me puse en pie.
—No hay permisos durante la instrucción básica, Grossbart.
—Pero si estamos libres todos de aquí al lunes por la mañana, mi sargento. Nadie se daría cuenta, si abandonara el campamento.
—Yo me daría cuenta. Y tú también.
—Pero nadie más. Sólo nosotros dos. Anoche llamé por teléfono a mi tía, y tendría usted que haberla oído. «Vente, vente», me decía, «tenemos pescado relleno chrain[en el original, en yiddish: rábano picante]... ¡De todo!». Sólo un día, mi sargento. Yo asumo la responsabilidad, si pasa algo.
—El capitán tiene que firmar los pases, y no está.
—Puede usted firmarlo.
—Mira, Grossbart…
—Mi sargento, llevo dos meses comiendo trafe sin rechistar, hasta la muerte.
—Creí que habías comprendido que no te quedaba otro remedio. Vivir una temporada con disminuido rigor los preceptos de tu fe.
Me señaló con el dedo.
—¡Oiga! —exclamó. ¡Eso no tenía que haberlo leído usted!
—Pues lo leí. ¿Y qué?
—La carta iba dirigida a un miembro del Congreso de Estados Unidos.
—No me vengas a mí con camelos, Grossbart. Bien querías tú que la leyese.
—¿Por qué me persigue usted, mi sargento?
—¿Es una broma?
—Ya he pasado por esto antes —dijo él—, pero no con mi propia gente.
—¡Sal de aquí, Grossbart! ¡Quítate de mi vista y vete al infierno!
No se movió.
—¡Le da vergüenza, eso es lo que le pasa a usted! —dijo. Y la paga con nosotros. Dicen que Hitler era medio judío. Oyéndolo a usted, me lo creo.
—¿Qué pretendes de mí, Grossbart? —le pregunté. ¿Qué andas buscando? Quieres que te conceda privilegios especiales, que te cambie la comida, que averigüe adónde van a destinarte, que te dé pases de fin de semana.
—¡Hasta habla usted igual que los goyim! —Grossbart me mostraba el puño. ¿No es más que un pase de fin de semana lo que le estoy pidiendo? ¿Es sagrado el Seder o no es sagrado el Seder?
¡Seder! De pronto me di cuenta de que ya habían pasado semanas desde la celebración de la pascua judía. Se lo dije.
—Muy bien —dijo él. ¿Quién lo niega? Hace un mes. Y yo, aquí, comiendo picadillo. Y ahora lo único que estoy haciendo es pedirle un pequeño favor. Pensé que un judío como usted lo comprendería. Mi tía está dispuesta a saltarse las reglas, a prepararme una cena de Seder con un mes de retraso…
Se dio media vuelta para marcharse, mascullando algo.
—¡Vuelve aquí! —le grité. Se detuvo y me miró. Grossbart, ¿por qué no puedes comportarte como todo el mundo? ¿Por qué tienes que ser una chinche en costura?
—Porque soy judío, mi sargento. Soy diferente. No mejor, quizá. Pero sí diferente.
—Esto es una guerra, Grossbart. Por el momento, conténtate con ser como todo el mundo.
—Me niego.
—¿Qué?
—Me niego. No puedo dejar de ser yo, eso es lo que hay.
Se le saltaron las lágrimas.
—Es muy difícil ser judío. Pero ahora comprendo lo que dice Mickey: más difícil todavía es seguir siéndolo —alzó una mano para señalarme, con tristeza. No hay más que verlo a usted.
—¡Deja de llorar!
—¡Deja de esto, deja de aquello, deja de lo otro! Deje usted, mi sargento. ¡Deje de cerrar su corazón a su propia gente!
Y, enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó corriendo la salida.
—¡Lo menos que podemos hacer los unos por los otros! ¡Es lo menos!
Una hora más tarde, por la ventana, vi a Grossbart cruzando el campo de instrucción. Llevaba el pantalón de uniforme y una bolsita de cuero muy pizpireta. Salí al calor del día. Todo estaba tranquilo: no se veía un alma, salvo, en cocinas, cuatro reclutas sentados en torno a una cacerola, doblados hacia delante, pelando patatas al sol, parloteando sin parar.
—¡Grossbart! —grité.
Él me miró y siguió caminando.
—¡Grossbart! ¡Ven aquí ahora mismo!
Dio media vuelta y se acercó a mí, cruzando el campo. Se me plantó delante.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—A San Luis. Me da igual todo.
—Te cogerán sin pase.
—Pues me cogerán sin pase.
—Irás al calabozo.
—Ya estoy en el calabozo.
Dio media vuelta y se alejó.
No le dejé que diese más allá de dos o tres pasos.
—Vuelve aquí —le dije, y me siguió a la oficina, donde yo mismo escribí a máquina su pase y lo firmé con el nombre del capitán, con mis iniciales debajo.
Cogió el pase y luego, un momento más tarde, alargó el brazo y me asió de la mano.
—No sabe usted cuánto significa esto para mí, mi sargento.
—Vale —le dije. No te metas en líos.
—Ojalá pudiera hacerle ver lo que esto significa para mí.
—No me hagas favores. No le escribas a ningún congresista para que luego me cite.
Sonrió.
—Tiene usted razón. No le escribiré a nadie. Pero deje que haga algo por usted.
—Tráeme un poco de ese pescado relleno. Y lárgate.
—¡Por supuesto! —dijo. Con una rodaja de zanahoria y un poco de rábano picante. No me olvidaré.
—Muy bien. Enseña el pase a la salida. ¡Y no se lo cuentes a nadie!
—No se lo contaré a nadie. Es un poco tarde, pero le deseo un buen Yom Tov[fiesta, festejo, «día bueno»].
—Buen Yom Tov, Grossbart —dije yo.
—Es usted un buen judío, mi sargento. Anda usted por ahí presumiendo de duro, pero en el fondo es una buena persona. Lo digo como lo pienso.
Estas últimas palabras me causaron mucho más efecto del que se suponía que podía causarme cualquier palabra salida de boca de Grossbart.
—Muy bien, Grossbart —dije—. Ahora llámame «señor» y lárgate de aquí de una puta vez.
Salió por la puerta, corriendo, y desapareció. Quedé muy contento de mí mismo: era un grandísimo alivio dejar de pelear con Grossbart, y no me había costado nada. Barrett nunca se enteraría y, en caso de que se enterara, ya me inventaría alguna excusa. Estuve un rato sentado a mi mesa, disfrutando de mi decisión. Luego se abrió la puerta mosquitera y volvió a entrar Grossbart.
—¡Mi sargento! —dijo.
Detrás de él vi a Fishbein y Halpern, ambos en uniforme de paseo y ambos con bolsitas de cuero igual de pizpiretas que la de Grossbart.
—Mi sargento, he pillado a Mickey y a Larry saliendo del cine. Casi se me escapan.
—¿Qué te dije, Grossbart? ¿No te dije que no se lo contaras a nadie?
—Pero es que mi tía me dijo que llevara amigos. Que no dejara de llevarlos, me dijo.
—Soy tu sargento, Grossbart, ¡no tu tía!
Grossbart me miró con incredulidad. Hizo que Halpern se aproximara, tirándole de la manga:
—Mickey, explícale al sargento lo que esto significaría para ti.
Halpern se me quedó mirando y, al cabo de un instante, encogiéndose de hombros, dijo:
—Mucho.
Fishbein dio un paso adelante sin necesidad de que nadie lo animara a ello.
—Significaría muchísimo para mí y para mis padres, sargento Marx.
—¡No! —grité.
Grossbart meneaba la cabeza.
—Puedo comprender que me diga a mí que no, mi sargento, pero que se lo niegue a Mickey, que es alumno de una yesibá, no me entra en la cabeza.
—No le estoy negando nada a Mickey —dije yo. Acabas de pasarte un pelo, Grossbart. Eres tú quien se lo ha negado.
—Entonces, le doy mi pase —dijo Grossbart. Le daré la dirección de mi tía y le escribiré una nota. Deje por lo menos que se vaya él.
No había pasado un segundo cuando ya había embuchado el pase en un bolsillo del pantalón de Halpern. Éste se me quedó mirando, y Fishbein también. Grossbart estaba en la puerta y la mantenía abierta.
—Haz el favor, Mickey, por lo menos tráeme un poco de pescado relleno —dijo, y volvió a plantarse fuera.
Los otros tres nos miramos, y yo acabé diciendo:
—Halpern, dame ese pase.
Se lo sacó del bolsillo y me lo dio. Fishbein se había desplazado hasta la puerta, pero una vez allí se hacía el remolón. Permaneció un momento con la boca ligeramente abierta, y luego se señaló:
—¿Y yo? —preguntó.
Era tan ridículo, lo suyo, que me sentí exhausto. Me dejé caer en mi asiento, sintiendo que el corazón me latía al fondo de los ojos.
—Fishbein —dije—, eres consciente de que no te estoy negando nada, ¿verdad? Si el Ejército fuera mío, incluiría el pescado relleno en el rancho. Y vendería kugel[en el original, en yiddish: un tipo de pudin] en el economato. Por Dios bendito que lo haría.
Halpern sonrió.
—Lo comprendes, ¿verdad, Halpern?
—Sí, mi sargento.
—¿Y tú, Fishbein? No quiero hacerme enemigos. Me pasa lo mismo que a vosotros: quiero terminar el servicio militar y volverme a casa. Echo de menos las mismas cosas que vosotros.
—Entonces, mi sargento —dijo Fishbein—, ¿por qué no se viene?
—¿Adónde?
—A San Luis. A casa de la tía de Shelly. Nos dan un Seder como Dios manda. Jugamos al matzoh[en el original, en yiddish: pan sin levadura que se come en Pascua] escondido.
Me ofreció una sonrisa ancha, de dientes negros.
Volví a ver a Grossbart, al otro lado de la mosquitera.
—¡Eh! —agitaba un trozo de papel en el aire. Aquí tienes la dirección, Mickey. Dile que yo no he podido ir.
Halpern no se movió. Se quedó mirándome, y vi que el encogimiento de hombros le iba subiendo por los brazos. Quité la tapa de la máquina de escribir y mecanografié sendos pases para Halpern y Fishbein.
—Marchaos —dije. Los tres.
Creí que Halpern iba a besarme la mano.
Aquella misma tarde estaba tomándome una cerveza en un bar de Joplin, oyendo el partido de los Cardinals de San Luis, sin prestar mucha atención al locutor. Traté de analizar con precisión el asunto en que me había visto involucrado, y me planteé la posibilidad de que tal vez mi lucha con Grossbart fuera tan culpa suya como mía. ¿Quién era yo para refrenar de ese modo la generosidad de mis sentimientos? ¿Quién era yo para sentirme tan rencoroso, para comportarme con tanta dureza? A fin de cuentas, tampoco era la caraba, lo que se me pedía. ¿Tenía yo derecho, pues, o motivo, para poner freno a Grossbart, sabiendo que ello implicaba ponerle freno también a Halpern? Y a Fishbein, esa alma cándida, tan desagradable de ver. Entre los muchos recuerdos de mi infancia que se me vinieron encima durante aquellos días, había una frase de mi abuela: «¿Ya estás otra vez montando un tsimmes?[en el original, en yiddish: compota de zanahoria; montar un tsimmes equivale a hacer una montaña de un grano de arena]». Era lo que le preguntaba a mi madre, por ejemplo, cuando yo me había cortado haciendo algo y su hija procedía a echarme una tremenda bronca. Lo que yo necesitaba era un poco de mimo, y mi madre se ponía a corregir mis costumbres. Pero mi abuela sabía que la compasión debe imponerse a la justicia. Yo también debería saberlo. ¿Quién era Nathan Marx para repartir su bondad con semejante tacañería? Pensé que ni el propio mesías —si alguna vez viniera— pondría tantos inconvenientes al otorgar favores. Lo suyo sería dar abrazos y besos. Si Dios quiere.
Al día siguiente, mientras jugaba al softball en el campo de instrucción, decidí preguntarle a Bob Wright, suboficial encargado de Clasificación y Destinos, adonde pensaba él que enviarían a nuestros reclutas cuando terminaran el periodo de instrucción, dentro de dos semanas. Se lo pregunté como sin darle importancia, entre dos entradas, y él me dijo:
—Los mandan a todos al Pacífico. Shulman, el otro día, pudo ver la orden en que el mando dispone el destino de tus chicos.
La noticia me dejó conmocionado, como si yo hubiera sido el padre de Halpern, Fishbein y Grossbart.
Estaba ya a punto de dormirme, aquella noche, cuando alguien llamó a mi puerta.
—¿Quién es? —pregunté.
—Sheldon.
Abrió la puerta y entró. Por un momento, percibí su presencia sin alcanzar a verlo.
—¿Qué tal fue la cosa? —le pregunté.
Se hizo visible en la penumbra, frente a mí.
—Estupendamente, mi sargento.
A continuación se sentó en el borde de la cama. Yo me incorporé.
—Y ¿qué tal usted? —me preguntó—. ¿Ha pasado un buen fin de semana?
—Sí.
—Los demás se han ido a dormir.
Lanzó un profundo suspiro paternal. Permanecimos un rato en silencio, y una sensación de hogar se apoderó de mi feo cubículo; la puerta estaba cerrada, el gato, fuera; los niños, en la cama, sanos y salvos.
—Mi sargento, ¿puedo decirle algo personal?
No le contesté, y él dio la impresión de comprender por qué.
—No es sobre mí. Sobre Mickey. Mi sargento, nunca he sentido por nadie lo que siento por él. Anoche lo oí en la cama, cerca de mí. Estaba llorando de un modo que le partía a uno el corazón. Auténticos sollozos.
—Lo siento.
—Tuve que hablar con él para que parase. Se agarró a mi mano, mi sargento, no me la soltaba. Estaba casi histérico. No hacía más que decir que ojalá supiera adonde nos mandan, que aunque fuera al Pacífico, que ya sería mejor que nada. Saberlo.
Mucho tiempo atrás, alguien le había enseñado a Grossbart la lamentable regla de que sólo mintiendo se saca la verdad. No es que no me tragara lo del llanto de Halpern: el muchacho siempre tenía los ojos enrojecidos. Pero, fuera ello cierto o incierto, se trocó en mentira tan pronto como Grossbart lo expresó. Grossbart era pura estrategia. Pero, claro —y esta idea se me presentó como una revelación—, lo mismo me pasaba a mí. Hay estrategias de ataque y también hay estrategias de retirada. De modo que, reconociendo que yo tampoco había actuado sin trampa ni cartón, le dije lo que sabía.
—Es el Pacífico.
Se le escapó un grito ahogado, nada artificial, esta vez.
—Se lo diré a Halpern. Ojalá fuera otro sitio.
—Sí, ojalá.
Se agarró a mis palabras.
—¿Quiere usted decir que puede hacer algo? ¿Un cambio, quizá?
—No, no puedo hacer nada.
—¿No conoce usted a nadie en Clasificación y Destinos?
—Grossbart, no hay nada que yo pueda hacer —dije. Si la orden es que vais al Pacífico, al Pacífico iréis.
—Pero es que Mickey…
—Mickey, tú, yo, todo el mundo, Grossbart. No hay nada que hacer. Con suerte, a lo mejor se acaba la guerra antes de que os toque. Reza para que suceda un milagro.
—Pero…
—Buenas noches, Grossbart.
Me volví a echar y noté, con alivio, que los muelles del somier recuperaban su posición al levantarse Grossbart para marcharse. Ahora lo veía con claridad: se había quedado con la mandíbula colgando y parecía grogui, como un boxeador. En ese momento vi que llevaba una bolsa de papel en la mano.
—Grossbart —sonreí—, ¿es un regalo para mí?
—Ah, sí, mi sargento. Tenga, de parte de todos —me tendió la bolsa. Son rollitos de primavera.
—¿Rollitos de primavera?
Cogí la bolsa y noté una zona de humedad grasienta en la parte de abajo. La abrí, convencido de que Grossbart me estaba gastando una broma.
—Pensamos que seguramente le gustaría. Es comida china. Pensamos que sería de su gusto…
—¿Tu tía os puso rollitos de primavera?
—No estaba en casa.
—Te había invitado, Grossbart. Me dijiste que os había invitado a ti y a tus amigos.
—Ya lo sé —dijo. Acabo de releer la carta. Era para la semana que viene.
Salté de la cama y me aproximé a la ventana.
—Grossbart —dije, pero no estaba llamándolo.
—¿Qué?
—¿Qué eres tú, Grossbart? Por Dios te pido que me digas la verdad.
Creo que fue la primera vez que le hice una pregunta para la que no tenía respuesta inmediata.
—¿Cómo puedes portarte así con los demás? —continué.
—Mi sargento, este día libre nos ha venido maravillosamente a todos. Tendría que haber visto a Fishbein. Le encanta la comida china.
—¿Y el Seder? —dije yo.
—Nos conformamos con lo segundo que más nos gustaba, mi sargento.
La rabia me tomaba al asalto. No la evité:
—¡Eres un embustero, Grossbart! —dije. Un embaucador y un sinvergüenza. No tienes respeto por nada. Por nada en absoluto. Ni por mí, ni por la verdad, ni siquiera por el pobre Halpern… Nos estás utilizando a todos…
—Mi sargento, mi sargento, yo quiero mucho a Mickey. Pongo a Dios por testigo, le quiero mucho. Lo que intento…
—¡Lo que intentas! ¡Tus sentimientos!
Fui hacia él, trastabillándome, y lo agarré por la pechera de la camisa. Lo zarandeé con furia.
—¡Fuera de aquí, Grossbart! ¡Fuera de aquí y no vuelvas a acercárteme! Porque si te pongo la vista encima, voy a hacerte la vida imposible. ¿Comprendes lo que te digo?
—Sí.
Lo solté; y cuando salió de mi cuarto me vinieron ganas de escupir donde él había pisado. No lograba controlar mi furia. Me tenía inundado, me poseía por completo, daba la impresión de que sólo echándome a llorar o incurriendo en algún acto de violencia lograría librarme de ella. En un arrebato, cogí de la cama la bolsa que Grossbart me acababa de regalar y, con todas mis fuerzas, la tiré por la ventana. Y a la mañana siguiente, cuando los reclutas patrullaban la zona de alrededor de los cuarteles, oí gritar a uno de ellos, que no esperaba del registro sino colillas y fundas de caramelo:
—¡Rollitos chinos! —gritó. ¡Me cago en diez, puñeteros rollitos chinos!
Una semana después, cuando me llegó la orden procedente de Clasificación y Destinos, no pude creer lo que veían mis ojos. Todos los reclutas embarcarían con destino a Camp Stoneman, California, para desde allí ser trasladados al Pacífico; todos los reclutas, menos uno: el soldado Sheldon Grossbart. A él lo enviaban a Fort Monmouth, Nueva Jersey. Miré la copia mimeografiada un montón de veces. Dee, Farrell, Fishbein, Fuselli, Fylypowycz, Glinicki, Gromke, Gucwa, Halpern, Hardy, Helebrandt, y así sucesivamente, hasta Anton Zygadlo. Todos partirían rumbo al oeste antes de que terminara el mes. Todos menos Grossbart. Había conseguido un enchufe, y no precisamente mío.
Agarré el teléfono y llamé a Clasificación y Destinos. Al otro lado del hilo, una voz dijo con mucha decisión:
—Cabo Shulman, señor.
—Ponme con el sargento Wright.
—¿De parte de quién, señor?
—Soy el sargento Marx.
Y, para sorpresa mía, la voz dijo «¡oh!» y, en seguida:
—Un minuto, por favor, mi sargento.
El «¡oh!» de Shulman se me quedó en la cabeza mientras esperaba que Wright acudiese. ¿Por qué «oh»? ¿Quién era Shulman? Y en ese momento, con toda sencillez, creí haber descubierto el enchufe de Grossbart. De hecho, me lo imaginaba perfectamente, a Grossbart, el día en que hubiese descubierto a Shulman en el economato, o en la bolera, o puede incluso que en las letrinas. «Me alegro de conocerte. ¿De dónde eres? ¿Del Bronx? Lo mismo que yo. ¿Conoces a Fulanito? ¿Conoces a Menganito? ¡Yo también! Ah, ¿trabajas en Clasificación y Destinos? ¿De veras? Oye, ¿qué posibilidades hay de ir al este? ¿Podrías hacer algo? ¿Cambiar algo? ¿Fraude, trampa, falsedad? Tenemos que ayudarnos entre nosotros, sabes. Si los judíos de Alemania…».
Bob Wright se puso al teléfono.
—¿Cómo estás, Nate? ¿Cómo va ese brazo de bateador?
—Bien, bien. Bob, me gustaría saber si puedes hacerme un favor.
Oí claramente mis palabras, y me recordaron de tal modo a Grossbart, que pude llevar adelante con más facilidad lo que tenía planeado.
—Te va a parecer una locura, Bob, pero tengo aquí un chico a quien han destinado a Monmouth y quiere cambiarlo. Le mataron a un hermano en Europa, y se considera obligado a ir al Pacífico. Dice que se sentiría un verdadero cobarde, si se mantuviese aparte. No sé, Bob, ¿hay algo que pueda hacerse? ¿Quizá enviar a algún otro a Monmouth?
—¿A quién? —preguntó él, con precaución.
—A cualquiera. Al primero por orden alfabético. Me da igual. El chico me ha estado preguntando si puede hacerse algo.
—¿Cómo se llama?
—Grossbart, Sheldon.
Wright no contestó.
—Sí —dije yo. Como es judío, me pareció que podía echarle una mano.
—Creo que puedo hacer algo —dijo Wright al fin. El comandante lleva semanas sin aparecer por aquí. Deben de haberlo enviado en misión especial al campo de golf. Lo intentaré, Nate, es lo único que puedo decirte.
—Te lo agradecería mucho, Bob. Nos vemos el domingo.
Y colgué, sudando.
Al día siguiente apareció la orden, corregida: Fishbein, Fuselli, Fylypowycz, Glinicki, Gromke, Grossbart, Gucwa, Halpern, Hardy… El muy afortunado soldado Harley Alton iría a Fort Monmouth, Nueva Jersey, donde, por alguna razón, querían un soldado que hubiera hecho el periodo de instrucción en infantería.
Aquella noche, después del rancho, me pasé por oficinas para confirmar los turnos de guardia. Grossbart me estaba esperando. Fue el primero en hablar.
—¡Hijo de puta!
Me senté a mi mesa y, mientras él me fulminaba con la mirada, me puse a introducir los cambios necesarios en el turno de guardia.
—¿Qué tiene usted contra mí? —gritó. ¿Y contra mi familia? Se moriría usted si me viera cerca de mi padre. Dios sabe cuántos meses le quedan de vida.
—¿Y eso?
—El corazón —dijo Grossbart. Con las penalidades que ha tenido que pasar en esta vida, ahora le viene usted con éstas. ¡Maldigo el día en que lo conocí, Marx! Shulman me ha contado lo ocurrido. Su antisemitismo no tiene límites, ¿verdad? No le basta con el daño que ya ha hecho aquí. Encima, tiene que hacer una llamadita telefónica especial. ¡Lo que quiere es que me maten!
Hice las últimas anotaciones en los turnos de guardia y me levanté para marcharme.
—¡Buenas noches, Grossbart!
—¡Me debe usted una explicación!
Se interpuso en mi camino.
—Sheldon, eres tú quien debe explicaciones.
Frunció el entrecejo:
—¿A usted?
—A mí, sí, eso creo. Pero, más que a nadie, a Fishbein y Halpern.
—Sí, vale, tergiverse usted las cosas. No le debo nada a nadie. He hecho por ellos todo lo que he podido. Ahora, creo que tengo derecho a ocuparme de mí mismo.
—De los demás es de quienes debemos aprender a ocuparnos, Sheldon. Tú mismo me lo dijiste.
—¿Llama usted a eso ocuparse de mí? ¿Qué es lo que ha hecho?
—No de ti. De todos nosotros.
Lo aparté y eché a andar hacia la salida. Oí su enfurecida respiración a mi espalda, y sonaba igual que un motor poderoso arrojando vapor.
—¡No te pasará nada! —dije, desde la puerta.
Y, pensé, tampoco a Fishbein y Halpern, incluso en el Pacífico, si Grossbart veía algún provecho para sí mismo en la obsequiosidad del uno y la suave espiritualidad del otro.
Me quedé junto al edificio de oficinas y oí a Grossbart llorando a mi espalda. Por las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veía a los reclutas en camiseta, sentados en sus catres, comentando las órdenes, como llevaban dos días haciendo. Con una especie de nerviosismo tranquilo, limpiaban las botas, pulían las hebillas del cinturón, plegaban la ropa interior, haciendo lo posible por aceptar su hado. A mi espalda, Grossbart tragó saliva, aceptando el suyo. Y yo, a continuación, poniendo toda mi fuerza de voluntad en no darme la vuelta y pedir perdón por mi venganza, hube de aceptar el mío.

Philip Roth, El defensor de la fe. 1959. Publicado en The New Yorker el 14 de marzo de 1959 y, posteriormente, en el libro de relatos Goodbye, Columbus and Five Short Stories (1959).

Philip Roth

Roberto Arlt, El jorobadito

El jorobadito

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
-Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?…
-¿Qué se le importa?
-No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia…
-Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
-Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene…
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
-¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.
He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto -si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez- observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
-¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?
Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:
-¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
-Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
-¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
-No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.
Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:
-Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad…
-No lo dudo- repliqué sonriendo ofensivamente-, no lo dudo…
-De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted…
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
-Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos…; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos…; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
-¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
-Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
-No sé…
-Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
-Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
-Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
-¿Del betún?
-Sí, lustrador de botas…, lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?…
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
-¿Y ahora qué hace usted?
-Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes…
-No hace falta…
-¿Quiere fumar usted, caballero?
-¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:
-Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence…. me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo -dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
-¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
-Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.-O si no:- Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
-Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”.
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la “idea” -idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas- y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
-Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
-¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
-¿Cómo, mal rato?
-¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”.
-¡Yo no la tuteo a mi novia!
-Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
-Y eso, ¿qué tiene que ver?
-¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
-Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
-¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí:
-Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
-¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
-Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
-¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
-¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
-¡Rotundamente protesto, caballero!
-Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
-¡No me ultraje!
-Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
-¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?…
-Te daré veinte pesos.
-¿Y cuándo vamos a ir?
-Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas…
-Bueno…, présteme cinco pesos…
-Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
-¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
-Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.
Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
-Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
-¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado…!
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
-Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
-¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
-¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
-Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
-Elsa -le dije-, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo… no sé por qué…, pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso…, créalo… Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí:
-Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
-Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
-¡Retírese!
-¡Pero!…
-¡Retírese, por favor…; váyase!…
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo…, pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
-¡No le permito esa insolencia, señorita…, no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:
-¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide…, se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
-¡Calláte, Rigoletto; calláte!…
El corcovado se volvió enfático:
-¡Permítame, caballero…; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!
Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:
-¡Señorita… la conmino a que me dé un beso!
El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
-¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!… ¡No se acerquen!
Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
-¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
-Lo haré meter preso…
-Usted ignora las más elementales reglas de cortesía -insistía el corcovado-. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
-Caballero… yo soy…
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

Roberto Arlt, El jorobadito.

Roberto Arlt