Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón

Los bisoñés de don Ramón

Él era rubito, gordito, culoncito. Su madre era muy buena cristiana y su padre muy trabajador. Se llamaba Ramón Martínez García, aunque familiarmente lo disminuyesen con un apodo que sonaba a batería de cocina; en la casa le decían el señorito Cuchín.
Cuchín, en el colegio, sacaba las mejores notas. Nunca participó en los bruscos juegos de los compañeros de menor talla intelectual, que, greñudos y sucios, arrastraban con ellos un aroma especial hecho de sudorcillo, tinta, lapiceros recién afilados y palo de regaliz. Cuando llegó el tiempo de hacer la primera comunión fue elegido para el rezo de presentación.
Su madre, aquel día, fue una isla de felicidad rodeada de enhorabuenas. Enarcaba el busto y mostraba, pechugona, el canal de los senos sobre el que pendía una cruz de oro y pequeños brillantes. Transpiraba vanidad de pavota en su sofoco burgués.
El niño fue creciendo. Muchas veces, cuando llegaban visitas de importancia, la madre le llamaba para que luciese sus habilidades. Si Cuchín estaba estudiando, ella contaba, gordeando el habla:
—Sabes, María, a Cuchín le hemos puesto estudio. Un muchacho tan estudioso como él bien merece los sacrificios de los padres.
Cuando Cuchín no estudiaba era llamado al cuarto de estar para que declamase.
—Vamos a ver, Cuchín —decía su mamá—, recítanos esa fábula tan bonita que has aprendido en el colegio esta semana.
Y el niño se subía encima de una silla, sin más, y comenzaba, engolado como un sermoneador malo:
Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños de Francia…
Las visitas se hacían lenguas de la inteligencia de Cuchín, y aconsejaban, aparatosas y picaruelas:
—¡Qué bien, qué bien! No estudies tanto, Cuchín, que te vas a quedar calvo.
Luego le sometían a un interrogatorio, al que contestaba con enérgica precisión.
—Cuchín, ¿y tú qué vas a ser?
—Ministro, señora.
—Pero ¿no te gustaría más ser ingeniero, por ejemplo?
—No, señora. Yo seré ministro.
Una de ellas, que tenía un hijo que quería ser bombero y otro revisador de contadores, se asombraba y, luego, picada por el niño, le preguntaba, buscándole las cosquillas.
—Pero ¿no te parece que es muy difícil, Cuchín?
—No, señora.
E intervenía la madre del genio sonriendo de la contestación de su vástago.
—Mira, Josefina, cuando el niño lo dice es que lo será. ¡Menuda cabeza tiene! El profesor de matemáticas, que ya sabes que es lo principal, me dijo el otro día, cuando fui a pagar la cuenta del colegio: «Señora, bien puede usted estar orgullosa de su hijo. Ha aprendido las cuatro reglas con gran facilidad, lo que a otro le cuesta cinco, a él le cuesta uno.»
La visita asentía con la cabeza, entre crédula y dudosa.
A última hora llegaba el padre de la oficina, frotándose las manos y sonriendo becerril. Después de saludar, preguntaba:
—¿Y Cuchín, dónde está?
—Estudiando, Marcelo.
—Anda, dile que venga.
La madre hacía un gesto pomposo llamando a la criada.
—Serafina, Serafina.
Aparecía la sirvienta.
—Diga, señora.
—Haz el favor de decir al señorito Cuchín que su padre está aquí, que traiga la carpeta de deberes.
El niño, modosito y solemne, besaba en ambas mejillas a su progenitor, que tenía la tripa a punto de reventar, como una sandía madura.
—Vamos a ver, ¿qué te han puesto hoy?
—Cinco cuentas, papá, y la provincia de Gerona.
—No digas cuentas, hijo mío, acostúmbrate a llamarlas operaciones. ¿Te sabes ya la provincia de Gerona?
—Y todo Cataluña, papá.
—Muy bien. Esto es trabajo adelantado. Para ser un hombre de provecho hace falta trabajar. Toma ejemplo de tu padre, que no era nada, y ya ves: jefe de negociado de primera, y, todavía, joven.
Interrumpía la visita:
—Y tan joven que estás, Marcelo.
—Gracias, Josefina.
Don Marcelo comenzaba a tomar la lección al genio:
—Afluentes del...
Pam, pam, pam. Se los decía todos. La visita se aburría, la visita se despedía, la visita se marchaba llena de celos y rabia hacia la casa. Los niños de la visita pagaban aquella noche los conocimientos geográficos y matemáticos de Cuchín: soplamocos y a la cama sin cenar.

Cuchín fue creciendo en sabiduría, aunque no demasiado en estatura, puesto que arrastraba un algo las posaderas por el entarimado. Acabó el bachiller con sobresalientes. Acabó su carrera de Derecho con notables y se afilió a un partido político moderado, aburrido, triste y feo. Cuchín daba jabón a su jefe:
—Don Francisco, muy bueno su editorial de hoy. ¡Qué nervio, don Francisco! Don Francisco, así acaba usted con la oposición en un mes. Don Francisco, esta noche tenemos fiesta en mi casa, ¿podrá usted acudir? Mire, don Francisco, que la fiesta es en su honor.
—Sí, Ramón, iré, pero sólo un momento. Ya sabes lo que es esto.
—Sí, don Francisco, hay que sacrificarse por la patria.
Cambiaban de tema para hablar de toros.
Don Francisco acudió a la fiesta que en su honor daba la familia de Ramón.
La madre invitó a lo mejor de lo mejor. Había muchas señoras, muchas que no lo eran tanto y bastantes de pega.
—Ramón, don Francisco sube por las escaleras.
—Ahora voy, mamá.
—Date prisa que ya está aquí.
Se abría la puerta. Un criado alquilón cogía el sombrero y el bastón de don Francisco. Ramón le ayudaba a quitarse la capa.
—Este mayo..., hace frío todavía.
—Sí, don Francisco. Ahora voy a permitirme presentarle a mis padres.
—Encantado, señora. Mucho gusto, caballero. Tienen ustedes una alhaja de hijo. Un chico que llegará lejos, muy lejos.
—Y que lo diga usted, don Francisco.
Ramón se puso colorado por aquella salida. Don Francisco sonrió. El gran hombre se estiró el lazo y penetró acompañado de la señora de la casa en el salón.
En el salón había como un vago rumor de corriente admirativa que hacía enarcar el pecho al político.
Una señorita comenzó a tocar una cosa de Chopin en el piano. Los comentarios se reducían a ella, porque era elegante hacerlo. Algún caballero disimulaba un bostezo.
La señora de la casa, pegada al político, se ponía pelmaza de tanto ofrecerle.
—¿Una copa de champán, don Francisco?
—Gracias, señora.
—No hay de qué darlas. ¿De modo que mi querido Cuchín es muy trabajador y le hace a usted un gran papel?
—Mucho, señora.
El político variaba la conversación.
—Dígame, ¿quién es esa joven tan encantadora que toca a Mozart?
Entonces, finamente, la señora le explicaba:
—Es la hija de un subalterno de mi marido, don Francisco.
Y arreglaba la coladura delicadamente, como si fuera un traje de noche pasado de moda.
—Con Chopin en los dedos es una maravilla, ¿no le parece a usted?
El político arrugaba el entrecejo y se ponía serio. Cuchín se acercaba servicial a don Francisco:
—¿Qué tal, se divierte?
—Mucho, Ramón, pero tengo que ausentarme, con gran sentimiento, desde luego.
Don Francisco se levantó cuando la señorita, hija de un subalterno del papá de Ramón, terminó de desafinar el piano. En la puerta, con la capa puesta y el sombrero y el bastón en la mano, reverenció a la señora de la casa:
—Una fiesta deliciosa. He pasado una magnífica velada. Buenas noches, señora; buenas noches, caballero. Hasta mañana, Ramón.
El niño Ramón estaba hecho una furia. Se acercó a su madre en el pasillo:
—¿Qué le has dicho, mamá, para que se haya ido tan temprano?
—Nada, hijito.
—Tú le has dicho algo. Tú has metido la pata.
—¡Pero qué maneras son ésas, hijo! —terciaba el padre.
—Se ha ido, y yo esperaba tanto de esta fiesta.
—Cálmate, otra vez será.
La ausencia de los dueños de la casa se empezó a notar. La madre, conteniendo un suspiro, se adentró en el salón. Instantes después entró el padre. Ramón se metió en su habitación como en una madriguera, con los hombros caídos y casi arrastrándose de puro disgusto.
—¿Y Cuchín? —preguntó la señorita del piano.
—Ha tenido que salir para algo urgente.
Cuchín poco a poco se fue quedando calvo. Primero se le hicieron unas entradas grandes como bahías. Después, el tiempo lo tonsuró. Un noviembre, cuando ya contaba cuarenta y pico de años, se murió su padre. Se quedó solo con su mamá, que ya tenía el pelo blanco y brillante como un duro. Cuchín no se había casado; despreciaba a las mujeres. Era ya secretario de no se sabe qué en un Ministerio. Hacía la ronda a lo que se propuso alcanzar desde niño. La cabeza la tenía igual que el culito de una criatura.
La madre de Cuchín visitaba la cocina.
—Serafina, la sopa, templada. Ya sabes que el señorito no aguanta el calor. Ten cuidado con los empanados. Ya sabes, poca harina. El vino, fresco, sin que esté helado.
—Sí, señora.
—¡Ah!, y dile a Aurelia que no se perfume demasiado para servir la mesa. Pone un insoportable olor a pachulí que le quita el apetito al señorito.
Luego se marchaba al cuarto de estar a dormitar, esperando la llegada del hijo.
Cuchín llegaba siempre tarde, en un coche discreto. Besaba a su madre.
—¿Qué tal, mamá?
—Bien. ¿Y tú, hijo mío?
—Mucho trabajo. Este año es agotador. Zascandileando de aquí para allá. Funerales por no sé quién. Firmas. Estoy hecho la cusca.
Se iban a comer. Comían el uno frente al otro, serios, taciturnos. La madre daba órdenes a la sirvienta:
—Cambíale el plato. Por ahí no, Aurelia. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
—Sí, señora.
Después de comer, Cuchín se echaba un rato. A las cinco desaparecía.
Algunos días volvía a cenar; la mayoría regresaba de madrugada. Su madre optó por no esperarle.
Un día, revolviendo en los cajones de su hijo, se encontró con una sorpresa desagradable. Cuchín, su niño Cuchín, poseía tres bisoñés. La madre se asustó. No sabía qué pensar. Llamó a Serafina. La vieja sirvienta se quedó muda. Después se recobró.
—Yo creo, señora, que el señorito está todavía joven y querrá presumir, ¿no le parece?
—¿Presumir mi Cuchín? No puede ser. Esto es algo peor.
—Pero ya es mayorcito. Será que de vez en cuando echa una cana al aire.
—¿Una cana al aire? Cierra esa boca de infierno. Llama a Aurelia y vamos a rezar el rosario.
—Señora, Aurelia ha salido con su novio.
—Pues quítate el delantal y vente a rezar.
—Señora, tengo que planchar las camisas del señorito, si no se va a enfadar.
—Pues que se enfade, que más lo estoy yo.
Pasaba el tiempo. Llegó la hora de cenar. La madre esperó en balde la llegada de su Cuchín: la madre no probó bocado. Serafina la instaba.
—Coma, señora, y olvídese; igual es que el señorito tiene novia.
—¿Novia, Serafina? Cuchín no tiene más novia que su madre, y se acabó. ¿Una novia mi hijito? Márchate, Serafina, que voy a tener que llorar.
A las dos de la mañana llegó Cuchín. Traía una mustia flor en el ojal, los ojos turbios, la memoria débil y un bisoñé torcido, de medio lado, casi ridículo, casi chulón. El bisoñé era rubio. Se fue de puntillas, silbando por lo bajo, hacia su habitación. Encendió la luz y creyó que veía visiones. Su madre, en bata y con la cabeza llena de bigudíes, le estaba esperando sentada sobre la cama.
—Buenas noches, mamá.
Por primera vez en su vida ella dejó de tratarlo como a un niño y de llamarle Cuchín.
—Ramón, no te comprendo.
—¿No, mamá?
—¿Qué quieres decir con «no, mamá»?
La escena era de una extrema tirantez. Cuchín se fue quitando lentamente el abrigo. Su madre se espantó.
—¡Una flor! ¿De dónde vendrás? ¡Oh! ¡Y carmín!, carmín en el cuello.
—¿Dónde? —preguntó Cuchín.
—En el lado derecho.
Cuchín se pasó el pañuelo. Lo miró y, divertidamente, dijo:
—Anda, pues es verdad.
—Y tan verdad.
Se hizo de nuevo el silencio. Cuchín se quitó un zapato con mucha dificultad, forcejando lamentablemente.
—¡Cómo vienes, Ramón! Si tu padre te viera. Nunca pensé que pudieras haber caído tan bajo...
—Mamá, yo creo que tengo edad...
—Sois todos iguales. Iguales. Y yo que creí que tenía una joya. Tú no sabes el daño que me has hecho. Además, ¿no te das cuenta del escándalo que estás dando?
—No, mamá.
Desabridamente, la madre respondió:
—Deja de hacerte el ingenuo, Ramón. No vas a hacerme creer que eres tonto y que no te enteras.
La vieja estaba envarada, tremenda, en su papelón de juez.
—¿Y los bisoñés? ¿Para qué los tienes si no para golfear?
—Mira, mamá, es que estar tan calvo como yo no es agradable.
—Pero es digno. Tu padre estaba calvo de tanto pensar. De tanto pensar en ti, no lo olvides.
—Mamá, eso es ridículo —se manifestaba Ramón.
—¿Ridículo? No te conozco, Ramón. ¿Y tú? ¿Tú no te quedaste calvo de trabajar honradamente? ¿Y ahora cómo vienes? Como una mujerzuela, ¿me oyes? Con postizos y añadiduras para tus harto desgraciadas juergas.
—En el sentido estricto no son juergas, mamá, es desesperación.
—¿Desesperación?
Cuchín alzó el gallo y se manifestó con un gran mimo:
—Sí, desesperación; porque yo ya no tengo porvenir, porque yo ya no puedo llegar a más. Madre, madre mía, porque todos mis sueños se han deshecho y yo nunca llegaré a ministro.
La madre se enterneció.
—Me lo debías haber dicho antes.
—Sí, mamá, perdóname. Yo nunca llegaré a ministro.
La madre tuvo un arrebato de emoción.
Cuchín, con soflama, humillaba el gesto.
—Mamá, ¿me perdonas?
—Sí, Ramón.
—Un hombre necesita de vez en cuando divertirse.
—Sí, Ramón.
Y la madre confesó la falta del progenitor de Cuchín, disculpando a su hijo.
—Tu difunto padre, que Dios tenga en su gloria, también de vez en cuando echaba su canita al aire.
Y la madre ayudó a su niño a quitarse el zapato. Después, llena de majestad, se fue hacia su habitación. El secretario, picaresca mente, se miraba al espejo, quitándose el bisoñé. Se hacía muecas. Era un farsante y podía hacer carrera.

Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón.


Ignacio Aldecoa

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