La mecánica y la alquimia de Juan Jacinto Muñoz Rengel

Hace algo menos de un año que leí el libro “De mecánica y alquimia”, de Juan Jacinto Muñoz Rengel, y a él vuelvo con frecuencia porque, en cada nueva lectura, encuentro nuevas sorpresas. Hay, entre sus páginas, referencias más o menos explícitas a libros que han formado parte de mis lecturas de siempre (eso que se llama metaliteratura) y, en su estilo, hay posos de mis más admirados cuentistas como Stevenson, Wells, Borges, Bioy Casares, Cortázar, Verne, Shelley, Poe, Lovercraft… Las lecturas compartidas convierten al lector y al escritor en cómplices de una misma trama literaria, de un viaje único y apasionante a través de esos libros convergentes. Esa complicidad hace que la lectura de sus cuentos tenga un componente sentimental añadido que arranca de una juventud en la que buscábamos otros mundos posibles con los que asombrarnos. 
Ya había disfrutado antes con la lectura de los relatos contenidos en “88 Mill Lane” quizás más puros pero en “De mecánica y alquimia” se percibe un trabajo previo más profundo y una elaboración más elegante y cuidada. 
Aunque particularmente la literatura fantástica siempre me ha fascinado y a ella recurro constantemente en mis lecturas y en mis escrituras, con seguridad, los que tenemos formación científica leemos este género con ciertas precauciones. Precisamente porque sabemos lo compleja que puede ser la realidad ni siquiera a los más indulgentes nos satisface todo. Pero Juan Jacinto Muñoz Rengel sabe tejer magistralmente sus mundos paralelos, en los que derrocha imaginación e inteligencia, a partir de un sólido soporte de realidad. 
Tiene su recompensa seguir la recomendación del autor de leer los once cuentos por orden, al menos la primera vez, para percibir el hilo que los une. Desde el primer cuento, ambientado en el Toledo musulmán, hasta el último, que se desarrolla en un futuro no deseado, nos encontramos con historias brillantemente construidas y ambientadas con guiños más o menos explícitos a interesantes cuestiones filosóficas. Su escritura cuidada y fluida hacen que la lectura de estos relatos sea una experiencia comparable a la de leer a los grandes autores de la literatura fantástica al regalarnos momentos y personajes inolvidables.














Juan Jacinto Muñoz Rengel
Editorial Salto de Página, (2009).


Emilia Pardo Bazán, Las medias rojas

Las medias rojas
Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.
Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba
Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...
-¡Ey! ¡Ildara!
-¡Señor padre!
-¿Qué novidá es esa?
-¿Cuál novidá?
-¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?
Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.
-Gasto medias, gasto medias -repitió sin amilanarse-. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.
-Luego nacen los cuartos en el monte -insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.
-¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.
Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:
-¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!
Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:
-Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...
Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.
Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.
Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...
Emilia Pardo Bazán. Las medias rojas (Un destripador de antaño y otros cuentos)








Un destripador de antaño y otros cuentos 
Emilia Pardo Bazán 
Selección de José Luis López Muñoz 
Alianza Editorial (1975)



Borges, Los dos reyes y los dos laberintos

Los dos reyes y los dos laberintos
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.
 Jorge Luis Borges. Los dos reyes y los dos laberintos. (El Aleph)




El Aleph
Jorge Luis Borges
Alianza Editorial. Biblioteca Borges (1997)

Leskov y la pulga de acero

La pulga de acero es un relato que se mueve entre lo fantástico y lo cotidiano, donde el centro de la narración es un artefacto imposible pero que le sirve a Nikolái Leskov de guía para adentrarse en las costumbres, las tradiciones y la idiosincrasia del pueblo ruso. Quizás Leskov no tenga la elegancia y sensibilidad de Chejov, quien le reconoció como su maestro, pero se equivocó Nabokov al considerarle un autor de segunda categoría. 
Esta cuidada edición de Impedimenta forma parte de una colección cuyos textos no defraudan nunca y se abre con un brillantísimo prólogo de Care Santos que conviene leer con detenimiento porque resulta revelador para entender a este autor ruso que se adelanto a su tiempo en la forma de escribir y que fue incomprendido por muchos. Leskov utiliza aquí una prosa lúcida con la que dibuja de forma magistral el carácter de los personajes a través de la forma de hablar y de pensar. Es un texto cargado de humor y de ironía que refleja la realidad de un pueblo atrasado e inculto en el que trata a algunos personajes, los artesanos con los que se identifica, con cierta ternura. 
El emperador Alejandro I visita Inglaterra acompañado de Platov, un cosaco del Don, con el objeto de conocer los prodigios de aquel país. Los ingleses para impresionar a los rusos le regalan un minúsculo autómata, una pulga de acero que sólo puede contemplarse utilizando un microscopio y cuyo movimiento danzarín se activa al darle cuerda con una llavecita. Los rusos quieren demostrar a los ingleses que sus artesanos son capaces de mejorar aquella maravilla y, de este modo, Platov conoce al genial artesano bizco de Tula. 
Leskov además de conseguir como pocos fundir lo real y lo ficticio, es un inventor de palabras. Con la unión de dos vocablos crea palabras que resultan muy útiles para descripciones como son: dedos torpicortos, burocumentos, mar braviterráneo y alguna otra algo visionaria como el reloj tiembletidor, ahora que todos tenemos móviles vibrando en los bolsillos. Gran parte del éxito de que este libro nos resulte tan agradable se debe también, como apunta Care Santos en el prólogo, al excelente trabajo de traducción llevado a cabo por Sara Gutiérrez. Las ilustraciones de Javier Herrero que acompañan al texto hacen que su lectura sea aún más placentera.
Después de leer este cuento resulta extraño que Leskov haya pasado desapercibido en algunos pretendidos canones de la literatura. Nikolái Leskov, con esta sencilla obra, se adelanta a los cuentistas de mayor talento del siglo pasado y acerca, como pocos, dos tradiciones: la literatura inglesa fantástica y la literatura realista de la escuela rusa y en esto, el propio relato, con el intento de los rusos por mejorar el artefacto británico, resulta una metáfora de la quizás Chejov aprendió mucho. 






La pulga de acero.
Nikolái Leskov.
Traducción: Sara Gutiérrez.
Prólogo: Care Santos.
Ilustraciones: Javier Herrero.
Impedimenta (2007).

El Imperio de Chu de Manuel Moyano

Ocaso de un Imperio
Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugarse imaginarios. Sin ir más lejos, ayer dibujé un círculo con guijarros en el patio y lo nombré Imperio de Chu. Chu es un país árido, sembrado de agujas de pino y habitado sólo por hormigas. Más allá de sus fronteras se extienden parterres con begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al menos, para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer: esta mañana, el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme una nueva dosis de tranquilizante.
Manuel Moyano, Ocaso de un Imperio (El Imperio de Chu) 




El Imperio de Chu
Manuel Moyano
Ediciones Tres Fronteras (2008)

En el universo sentimental de Henry James

Diario de un hombre de cincuenta años es una pequeña novela que pasó casi desapercibida bajo la sombra de Daisy Millar o El americano, según apunta Max Lacruz en su prólogo, pero es uno de los relatos más íntimamente autobiográficos de Henry James. 
Se trata del diario de un militar inglés de cincuenta años que regresa a Florencia para encontrarse con recuerdos que formaron parte de un pasado que le brindó la oportunidad de ser feliz junto a una mujer que le cautivó pero de la que, finalmente, huyó. 
“… para mí todo sigue tan perfectamente igual que tengo la sensación de estar viviendo mi juventud de nuevo; vuelven a mí todas las impresiones olvidadas de aquellos encantadores tiempos”.
Allí recuerda el idilio que, cuando era joven, mantuvo con la Condesa Bianca Salvi —“la mujer más encantadora del mundo”—. Hacía diez años que la condesa había fallecido pero conoce a la hija que ésta tuvo y cuyo parecido con la amada madre le conmociona. 
“Hermosa como su madre, y sin embargo con los mismos defectos en el rostro; pero con el mismo y perfecto óvalo, y sus ojos pardos y comprensivos, casi compasivos.”
Ahora la hija de la condesa mantiene una relación con Stanmer, un joven inglés al que pronto el general trata como a un amigo y confidente pues lo ve como un fiel reflejo de su pasado con el inexcusable paralelismo del romance que mantuvo con la condesa. Con una confianza paternal el general pretende dar consejos a Stanmer para protegerlo pero éste no lo ve del mismo modo y, al despedirse, surge la inevitable pregunta: 
“¿Alguna vez se le ha ocurrido pensar que usted podría haber cometido un gran error?” 
Ya en Inglaterra, después de un tiempo, recibe una carta de Stanmer en el que éste le cuenta su nueva situación sentimental y concluye su misiva, con cierto reproche diciendo: 
“¡Al diablo con las analogías, a menos de que pueda encontrar una analogía para mi felicidad!” 
A lo que el general, irónico y abatido por sus pensamientos, responde para sí mismo:
“Su felicidad le hace ser muy ingenioso. Espero que dure, quiero decir su ingenio, no su felicidad.”
Sólo entonces el general se da cuenta de cómo dejó escapar la felicidad cuando la tenía al alcance de sus manos. Su error quizás fue utilizar la lógica, con un exceso de prudencia, para decidir algo que sólo se puede resolver con los sentimientos. 
“Si yo estropeé su felicidad, es seguro que tampoco hice la mía. Y podría haberla hecho, ¿verdad? ¡Qué descubrimiento tan encantador para un hombre de mi edad”. 
Esta es una reflexión, envuelta en una magistral prosa, sobre el destino de las personas, sobre la importancia de las decisiones que pueden cambiar el futuro. 






Diario de un hombre de cincuenta años (The diary of a man of fifty)
Henry James
Traducción: Blanca Salvado
Prólogo: Max Lacruz Bassols
Editorial Funanbulista, 2004 (1878)